El mundo occidental no sufría una experiencia semejante a la actual crisis epidémica desde la gripe de 1918: hasta ahora, se había vivido un siglo sin brutales pandemias. La enfermedad infecciosa, que fuera tiempo atrás causa principal de sufrimiento y muerte, iba siendo controlada por la educación, la higiene, la medicina y la mejora de los niveles de vida; pero lo cierto es que nunca nos ha abandonado. En la primera mitad del siglo XX seguían siendo aterradores los efectos de la tuberculosis, la malaria, el tifus, la viruela y un largo etcétera de enfermedades contagiosas. En la segunda mitad del siglo, algunas de ellas habían sido controladas, incluso la viruela fue la primera y única enfermedad que logró clausurar la medicina. El aislamiento había sido eficaz desde antiguo, luego llegaron las vacunas y la seroterapia, y al fin las sulfamidas y los antibióticos. Servicios públicos de sanidad, del que fue señero ejemplo el National Health Service británico, tuvieron un papel indispensable en la mejora de las condiciones de salud de la población en general. Pero bacterias y virus han continuado activos, en especial estos últimos -los “numantinos” de la patología infecciosa, como los tildaba con humor Pedro Laín Entralgo-, que han sido hasta el presente muy difícilmente combatidos. Epidemias víricas muy graves, de poliomielitis, gripes, VIH/sida o Ébola han seguido demostrando, penosamente, la debilidad de las barreras que hemos logrado levantar ante estos patógenos.

Variados y frecuentes boquetes se han abierto en nuestras ingenuas islas de bienestar, que se pretenden ajenas al sufrimiento mundial. Todo tipo de arietes siguen golpeando la seguridad y la inmunidad en todas las sociedades, algunos de ellos terribles, como las guerras inacabables, las crisis económicas, las hambres y migraciones -tan frecuentemente unidas-, pero también el cambio climático y las perennes y estructurales desigualdades sociales. Otros, más incruentos y azarosos, como el comercio, las comunicaciones o el turismo. Y, en fin, algunos de ellos por entero voluntarios y culpables, como el desmantelamiento de nuestra sanidad pública, la escasa atención e insuficiencia de recursos para el estudio de las enfermedades olvidadas denominadas también por la OMS enfermedades tropicales desatendidas (ETD) y de las definidas como “raras”, la falta de apoyo a la educación y, recurrentemente, a la investigación, que también ha dificultado continuar la búsqueda de vacunas contra otros coronavirus causantes de crisis anteriores (SARS, MERS). Por eso, cuando una vez más ahora, de repente, el “diablo” ha mandado estas otras e inéditas ratas a propagar la peste entre nosotros…, nos ha encontrado inermes, desprevenidos. Tan solo los heroicos esfuerzos del universo profesional sanitario en su totalidad, junto al apoyo de la población civil -una gran parte de los imprescindibles batallando en primera línea- han permitido que las llamadas y disposiciones de la OMS y las decisiones de los políticos lleguen a tener resultados positivos ante el embate del brote de enfermedad por COVID-19.

Miedos antiguos y discursos xenófobos se han revivido ahora, se han renovado situaciones de siglos atrás que parecían olvidadas, una gran conmoción renacida aquí entre nosotros, en pleno siglo XXI. Confiamos en que lo más grave pase pronto, que muchos de los males concretos puedan ser aliviados, que las vacunas lleguen lo más rápidamente posible, y que se distribuyan con generosidad y con criterios de necesidad y de equidad entre la población mundial. Pero es difícil que la dolorosa memoria de las graves situaciones vividas, con las pérdidas en vidas humanas y el temor por la propia, pase pronto. Y poco probable es que volvamos a ser los mismos. Ya el VIH/sida marcó nuestras costumbres sexuales; ahora el nuevo coronavirus alterará nuestras posibilidades sociales y económicas, aumentará la desigualdad y producirá cambios fundamentales, en lo privado y en lo público, incluso en nuestras formas de relación y la manera de ver al “otro” seguramente. A la espera del próximo peligro –tal vez el mismo, tal vez distinto-, ojalá que seamos más sabios, más justos y más generosos; y que seamos capaces de preservar a los demás y preservarnos de antemano.

Las páginas de Asclepio han recogido, desde los inicios de su andadura como revista, importantes estudios que han sido referentes obligados en algunos casos para la reconstrucción histórica de enfermedades de comportamiento epidémico: el cólera y la peste como principales protagonistas en distintos ámbitos geográficos dentro del estado español y con una importante presencia de los brotes epidémicos en Latinoamérica. Pero también la sífilis, la fiebre amarilla, la viruela y la vacunación jenneriana y su expansión al mundo colonial a través de la Real Expedición Filantrópica de la Vacuna, el paludismo, la gripe o la poliomielitis. A través de todos ellos y con diferentes y complementarias heurísticas que recogen muy bien las novedades historiográficas que en estos siete decenios –tan ricos en novedades y aproximaciones a la historia de las enfermedades– se han ido produciendo. Los sucesivos índices (J. L. Peset y Mª. C. Chanes, v. I-XXV; R. Huertas y P. García Santamaría v. XXVI-XXXV; y el de Armando García González, que ya pudo ofrecer completo el primer medio siglo de la revista: http://www.moderna1.ih.csic.es/asclepio/default.htm) fueron dando cumplida información de estos contenidos, muchos de los cuales se encuentran en línea (http://asclepio.revistas.csic.es/index.php/asclepio/issue/archive).

El dosier que presentamos en este número dedicado a las Vacunas y vacunación (ss. XIX y XX): contextos diferentes, objetivos comunes, nuevas aportaciones para su análisis histórico, coordinado por María Isabel Porras y María José Báguena, da un importante paso más en estos estudios, siempre imprescindibles.