El título de la que es todavía la biografía de referencia de Isaac Newton (1642-‍1727), la de Richard Westfall, Never at Rest (1980), expresa como un lema la idea de un hombre dedicado al constante ejercicio intelectual, la imagen de ese buscador de “piedrecitas en la orilla” que pintaría William Blake con trazas de héroe sobrehumano. Sin embargo, la finalidad práctica de ese lema (never at rest) revela una dimensión esencial del pensador inglés que quizás todavía no se ha enfatizado lo suficiente: “no estarse nunca quieto” es lo que Newton recomendaba para evitar ponerse a tiro de las peligrosas tentaciones de la imaginación ociosa, precisamente lo contrario de lo que hacían los primeros monjes cristianos en el Egipto del siglo IV, a los que el filósofo natural acusó a menudo de suscitar con su culpable vida contemplativa las monstruosas imaginaciones que vemos pintadas en tantas Tentaciones de San Antonio.

Rob Iliffe nos retrata en el primer capítulo de su libro (“A Divine Web”, pp. 24-‍45) al Newton que pasó su infancia tomando notas de la Biblia y memorizando sermones, el que a los veinte dejó por escrito un minucioso examen de conciencia en el que revela una religiosidad protestante con fuertes acentos puritanos y también una niñez de hijo póstumo pasada en “la frustración y el resentimiento” (p. 37). Este capítulo contiene también valiosas caracterizaciones, basadas en trabajo de archivo, de relevantes figuras que desempeñaron un rol paterno en la infancia de Newton. Iliffe dibuja en detalle el ambiente profundamente religioso que rodeó la educación primaria del futuro genio en la Inglaterra rural de Cromwell, y, después, el régimen de estudio monástico que imperaba en el Trinity College de Cambridge (“A Spiritual Ant”, pp. 46-‍83).

Es significativo que el último episodio biográfico que se trata en el libro sea el del famoso “trastorno del entendimiento” sufrido por Newton en el verano de 1693, cuando, entre otras muestras de paranoia que luego dijo no recordar, acusó a su amigo John Locke de haber intentado “enredarlo con mujeres”. Desde mediados del siglo XVIII cobró fuerza la leyenda según la cual Newton se entregó a sus estudios sobre religión después de este episodio de desequilibrio, asignando así toda su producción no “científica”, de forma más o menos expresa, a la actividad de una mente enloquecida. El orden narrativo escogido por Iliffe constituye una elegante refutación de esa leyenda, ya muchas veces desmentida: casi todos los escritos de Newton examinados antes en el libro son anteriores a esa fecha. Por otra parte, la ubicación de dicho episodio en las páginas finales (en último capítulo, “A Particle of Divinity”, pp. 390-‍401) sirve para resaltar un tema que recorre toda la obra: la mencionada tensión en la personalidad de Newton entre la disciplina intelectual y los raptos de fantasía (imaginación, fancy), a mi juicio el motivo argumental más poderoso del libro.

La monografía de Iliffe ofrece ante todo una muy útil panorámica de los contenidos de los manuscritos de Newton sobre el aspecto religioso de su filosofía natural, sobre la interpretación de las profecías bíblicas y sobre la historia religiosa de la humanidad; no en vano está escrito por el director de The Newton Project, la maravillosa herramienta gratuita de investigación que desde 1998 pone a libre disposición electrónica del público el vasto legado textual newtoniano (aún no transcrito del todo: todavía falta, por ejemplo, el importante manuscrito Of the Church, en la Biblioteca Bodmeriana de Ginebra, que significativamente no se cita). Éste no es el primer libro que aborda de forma monográfica el tema general de la religión de Newton: ahí están los clásicos de Frank Manuel (A Portrait of Isaac Newton, Cambridge, 1968; The Religion of Isaac Newton, Oxford, 1974) y el controvertido de David Castillejo (The Expanding Force in Newton’s Cosmos, Madrid, 1981); sí es el primero que lo hace tras haber procesado electrónicamente el nada fácil texto de la mayoría de los manuscritos. No pretende ser una biografía intelectual: de hecho, aspectos importantes como el de los confidentes de Newton en materia de religión quedan limitados principalmente a Locke (“Critical Friends”, pp. 354-‍389), y en general las últimas tres décadas de su vida reciben escasa atención: resulta llamativa la poca presencia del célebre “Escolio General” añadido a la segunda (1713) y tercera (1726) edición de los Principia.

Como Iliffe señala al principio y al final, Newton interpretaba que el ser humano estaba hecho “a imagen y semejanza” de Dios (Génesis, 1, 26) en el sentido de que estaba dotado de razón, entendimiento y voluntad; por tanto, es el deber religioso del ser humano en general, y del filósofo natural en particular, progresar en el entendimiento del mundo y purificar la voluntad para escoger lo que su razón identifica como bueno. Los lectores de Asclepio apreciarán especialmente el tercer capítulo (“Infinity and the Imagination”, pp. 84-‍122), donde se trata la fascinante analogía intuida por Newton entre la manera en que Dios opera en el mundo físico y la manera en que nosotros movemos nuestro cuerpo: el misterio de la automoción en relación directa con el misterio de la creación y de la omnipresencia divina, y ligada a ello la reflexión newtoniana en torno a los “principios activos”. Esto entronca con su inveterada práctica de la alquimia, aunque este tema queda expresa y comprensiblemente fuera de los objetivos de este libro; sí encontramos a Newton manchándose las manos en otras ocasiones: diseccionando nervios ópticos de ovejas (p. 114) o elaborando de forma habitual su “bálsamo de Lucatello”, una panacea universal (p. 179).

El problema del origen de la heterodoxia teológica específica de Newton (su antitrinitarismo, su visión del dogma de la Trinidad como el principal síntoma de una corrupción esencial del cristianismo todavía no remediada en su tiempo) sigue envuelto, como bien dice Iliffe, en “niebla de archivo” (p. 132), pero hubo de producirse en Cambridge en el transcurso de la década de 1670 y muy probablemente ha de ponerse en relación con el problema intelectual de la idolatría (“From Liberty to Heresy”, pp. 123-‍156, en especial p. 135). Iliffe ha señalado a menudo en trabajos anteriores la íntima conexión entre el vehemente anti-catolicismo de Newton y su antitrinitarismo: en este libro resalta una vez más el paralelismo entre su reacción a las críticas que algunos jesuitas del Continente hicieron a su primera publicación sobre óptica (1672) y sus acusaciones privadas contra el proceder de quienes, a su juicio, habían corrompido la religión verdadera (“Abominable Men”, pp. 157-‍188). El pensamiento de Newton presenta aquí interrelaciones complejas y a menudo paradójicas que Iliffe trata de un modo lúcido, respaldado por su experiencia de décadas de trabajo sobre el personaje. Es particularmente valioso su tratamiento de cómo Newton entendía el litigio (aquí y en el capítulo 10, “Private Prosecutions”, pp. 315-‍353, en mi opinión el mejor del libro) como un procedimiento odioso, fatalmente ligado al capricho mental, a la imaginación, que debía permanecer por tanto alejado de la filosofía natural so pena de convertirla en una “dama litigiosa”, pero al que al mismo tiempo él recurrió con frecuencia y gran eficacia, ya se tratase de acumular pruebas contra Atanasio de Alejandría o contra Leibniz. Esto se conecta con la aversión que sentía Newton por la naciente cultura de la ciencia pública e impresa y con su concepción radicalmente elitista del conocimiento científico y religioso: la religión y la ciencia se habían mantenido puras mientras habían permanecido en manos de un reducido grupo de sacerdotes-filósofos que habían sabido comunicar al común de los mortales sólo lo justo; la tremenda opacidad de los Principia es buscada y obedece tanto a un fin religioso como al carácter “prodigiosamente temoroso y suspicaz” de su autor (las palabras son de su discípulo William Whiston).

Los capítulos centrales abordan los contenidos de los manuscritos de Newton sobre profecía bíblica, historia del cristianismo e historia religiosa en general (); sería superfluo ofrecer un resumen aquí. El tratamiento de Iliffe sobre las fuentes de Newton (las seguras y las probables) y sobre el uso altamente original de las mismas es a menudo iluminador. Es importante insistir en que la exposición, como es deseable, sigue criterios temáticos, no cronológicos: la investigación newtoniana sobre la “sabiduría antigua” (prisca, por cierto, significa “antigua”, no “oculta”, pese a que a menudo sea también oculta; véase p. 190) se solapa con su trabajo sobre el Apocalipsis y sobre las turbulencias de la Iglesia del siglo IV. De hecho, cuando se dice que “all the events of the early church that he [Newton] had discussed in a secular mode (as we saw in chs. 4 and 5) were now understood through the lens of prophecy” (p. 269), se da lugar a un malentendido, pues de hecho, como creo haber demostrado (véase mi Isaac Newton: Historia Ecclesiastica, Madrid, 2013), en la unidad textual de que se trata (la conformada por los mss. Yahuda 1. 5 y Yahuda 19) el esquema apocalíptico va primero y el discurso sobre historia eclesiástica y sobre las maldades de Atanasio surge como una derivación a partir de él; dicho en otras palabras, en ese texto la “fundamentación” histórica sigue al “marco teórico” de interpretación apocalíptica, y no al revés. A este respecto, por cierto, resulta muy afortunada la relación establecida por Iliffe entre los trabajos “teológicos” y de filosofía natural de Newton: el esquema profético de los primeros se correspondería con el marco matemático de la segunda, mientras que los sucesos históricos se correspondería con los fenómenos físicos (p. 291).

No creemos, como legítimamente cree el autor, que los textos antitrinitarios de Newton se encuentren “entre las obras más atrevidas de cualquier escritor de la Edad Moderna” (p. 11): el inglés pudo haber llevado infinitamente más lejos su análisis racional de la religión, como habían hecho otros antes que él, y en lo que se refiere a la deconstrucción de la historia dogmática del cristianismo, su análisis, incluso para los estándares de su época, se queda muy en la superficie; por otra parte, también dentro de la fe cristiana (el subtítulo de la Introducción es apropiado: “A Rational Christian”, pp. 3-‍23) era posible avanzar cristologías mucho más radicales que la newtoniana: los socinianos, sin ir más lejos, negaban a diferencia de Newton la existencia premundana de Cristo y el valor sacrificial de su muerte. En cambio sí es fácil compartir con Iliffe la fascinación ante la genial rareza del conjunto de la obra de Newton, ante lo “espectacularmente original” (p. 290) de su perfil intelectual.