Se publica de nuevo, ahora en traducción castellana, el libro de Wolf Lepenies sobre melancolía, su tesis doctoral, incluida en la serie “negra” de la Asociación Española de Neuropsiquiatría. Esta colección ha supuesto una importante aportación a la historia de la psiquiatría, en ella durante muchos años han tenido un papel principal Fernando Colina y Mauricio Jalón. Ahora bajo la dirección de Enric Novella –traductor con María Luisa Vea Soriano del volumen e introductor de sus páginas- se prosigue con este libro de enorme interés. Esta colección contiene los grandes tratados sobre melancolía, así los de Marsilio Ficino y Robert Burton, los príncipes del negro humor. Se trata de una selección de textos de primera importancia para la historia médica, pero también para la historia cultural. Ha contado con magníficos traductores, así entre otros muchos con Marciano Villanueva Salas y Julián Mateo Ballorca.

La historia cultural de la melancolía reconoce dos tradiciones, la que se inicia con el escrito Problemata del círculo aristotélico y la que comienza con el Corpus Hipocrático. En la primera se nos dice que todos los personajes distinguidos son melancólicos, así héroes, sabios y poetas. Desde luego Hércules o Sócrates son citados con veneración. Aquí mismo se hace mención de las teorías de los humores hipocráticos, las de ese viejo y eterno Corpus de escritos médicos, que señalan esta enfermedad como marcada por la bilis negra, de ahí el nombre de este padecer. Pero en esta segunda tradición hipocrática también se hace referencia a la otra corriente, así en una falsa carta de Hipócrates, en que se narra una visita al filósofo Demócrito, acusado de locura por su conducta extraña. Sentencia el médico que el sabio no está enfermo, sino que su sabiduría, como se afirma en el escrito aristotélico, hace que su forma de ser sea distinta. Preguntada por la felicidad Maria Callas, afirmaba que el artista nunca puede ser por entero feliz.

Como Lepenies nos dice, en este libro se trataba en primera instancia de hacer un análisis de la personalidad del escritor y rebelde noble François de La Rochefoucauld, que fue ampliado con otros casos y consideraciones. Así se convierte la obra en un escrito amplio, difícil y abierto, pues muchas derivaciones del núcleo principal permiten sugerencias más o menos finalizadas, pero felices. No es extraño, que cercanos los años setenta del pasado siglo, se comience la obra con dos personajes entonces fundamentales, el sociólogo norteamericano Robert K. Merton y el europeo Norbert Elias, recién redescubierto. Sirven de puerta de entrada –algo estrecha, parece al principio- al libro que comento, señalando esa orientación sociológica de este trabajo doctoral, pues el interés del autor se basa en el espacio y el tiempo. Sin embargo, no renunciará al uso de la historia y la literatura, incluso la cultura popular, enriqueciendo así mucho estas páginas.

En el siglo XVII se producen hechos notables en la historia de Francia y de Europa, la revuelta de los frondistas contra Luis XIV y sus gobernantes. Se trata la Fronda de una protesta de la vieja y alta nobleza que está siendo arrinconada, su derrota supuso un destierro interior de esa aristocracia en la corte o en los salones. Así había sucedido desde siempre en las peleas entre corona y nobleza, los nobles que perdían el favor o temían al monarca se retiraban a sus posesiones. Muchos otros ejemplos hubieran sido posibles. En la corte se aburrirán los gentilhombres, su poder decreciente no permite la toma de decisiones, se vive una pérdida, un duelo por el mando perdido. Chateaubriand dirá mucho después que la nobleza que ganó con su sangre títulos, derechos y riquezas, se irá limitando a defenderlos o a simbolizarlos con su comportamiento. En efecto, siguiendo a Norbert Elias, el autor muestra cómo esas cortes imponen una etiqueta que sirve con sus rígidos símbolos para valorizar y entretener a esos altos nobles ya inútiles, sustituidos por una nobleza de toga. Esa etiqueta que impone la dinastía Borbón –también aquí desde Felipe V-, pasará además por las danzas o las coreografías de Lully y los artistas cortesanos, las estrellas en la corte de Luis XIV, el rey Sol.

Allí en la corte no se admite la melancolía, manifiesto del duelo por lo perdido, denuncia por tanto del poder absoluto del monarca; este tan solo puede ser melancólico, heredero de esos grandes personajes que Aristóteles (o su escuela) consideraron melancólicos, los grandes héroes, pensadores o poetas. Esos tiranos que Philippe Pinel consideró despóticos melancólicos, entre ellos algún emperador romano, algún monarca francés también. Para evitar esa tristeza en el soberano –o en los vasallos- aparece el personaje del bufón, destacado en la historia de la literatura. La Real Academia Española en su diccionario acepta para este la denominación coloquial gentilhombre de placer. Son pues personajes distinguidos, como plasmó Velázquez. Podemos recordar como bufones a Sancho en la corte de los duques, o bien a Rigoletto en la del duque de Mantova, travestimento este del anterior personaje de Víctor Hugo, quien se refería a la corte del rey francés Francisco I y vio su obra prohibida. Verdi sufrió asimismo de limitaciones, ante el poder austriaco, trasladando con su libretista la acción a un cercano pero ya antiguo ducado.

Se trata el bufón, este inteligente y gracioso actor, de un heredero de los protagonistas de las fiestas de los locos, de carnaval también, en que personajes marginados, perturbados, mujeres o niños ocupan el poder como en un espejo que invierte la realidad social. El mismo Quasimodo de V. Hugo fue proclamado y coronado rey de locos. Pueden expresarse –como Rigoletto muestra bien- de forma atrevida, ante unos poderes (la corona, la iglesia, la nobleza) que son poco permisivos en el día a día. Costumbre de libertad que hoy se niega en nuestras tierras. La vuelta a la normalidad, tras esos desahogos, al despojarse de los gorros de locos o bufones, sirve para solidificar lo establecido. El bufón será sustituido en el siglo XVIII por los escritores de corte y los cortesanos, propone Lepenies, que entretienen e ilustran al monarca. De ello el círculo que rodeó a Federico II de Prusia es magnífico ejemplo.

Además de la corte, están los salones, más o menos cercanos, así los nobiliarios como aquellos a los que asistía el duque François de La Rochefoucauld. En ellos caben las tristezas, las melancolías, que esos personajes atribuyen tanto a su temperamento (herencia hipocrática), como a otras causas (fracaso de la Fronda), así al duelo por el perdido poder. La alta nobleza se ha visto despojada de su capacidad de acción, ya no se manda en las guerras, ni en los consejos o tribunales, tampoco en las arcas reales, debiendo así dedicarse a la sangrienta caza, a la enrevesada etiqueta y, no olvidemos, al galanteo y al cortejo. Se sublima la pérdida de aquella vida poderosa de los nobles de sangre, que ahora encuentran su camino en otras formas de expresión, como la literatura, que puede revestir las más diversas formas, las de retratos, diarios, máximas o sátiras. Se trata de ocio, de aburrimiento procesado. De resignación ante la falta de acción y, desde luego, de trabajo. El duque escritor compondrá sus famosas máximas y sus memorias.

Pero luego aparecerá el salón burgués, en el que florecen las emociones y los llantos, la poesía y el retiro a la naturaleza, también la amistad y la correspondencia. La burguesía se encuentra en esos salones en espera de su llegada al poder, que sucederá en Francia en 1789, a diferencia de Alemania en donde la nobleza seguirá dominando, gracias a sus ricos terratenientes, importantes consejeros y hombres políticos como Otto von Bismarck. Señala con acierto el autor las desemejanzas entre las evoluciones políticas de ambos países. En efecto, Alemania seguirá lo que se denominó la vía prusiana de la revolución burguesa, bien distinta de la que se hizo por Robespierre y compañía. Así los burgueses alemanes se vieron atrapados entre una nobleza que siguió en el poder y el proletariado que a él aspiraba. Dedicada a amasar dinero, se volcó en las arenas movedizas de la cultura. Es la historia final de Hanno, muchacho con aspiraciones musicales, el último vástago de Los Buddenbrook, la obra maestra de Thomas Mann. Marcó en el libro de familia una raya final, que concluía la historia de esta rica familia, en ese postrer pacto con el peligroso arte que el dinero permitía pero condenaba.

Porque si estas burguesías oponen el rendimiento a los comportamientos de la nobleza, al ocio y al aburrimiento (a esa etiqueta), el éxito económico les permitió liberarse, consiguiendo así ese mismo tedio evitándose el trabajo alienado, muchas veces procurando unirse e imitar a la nobleza, recordemos El Gatopardo de G. T. di Lampedusa. También refugiándose en un escapismo burgués (diferente del nobiliario), buscando la interioridad, la privacidad, también la soledad de la naturaleza, retrayéndose porque no llegan al poder. Fue una cultura de emociones que llevaba al ánimo enfermizo de Werther, el personaje goethiano, es la escritura, el arte, la decadencia. Es el mal del siglo, que entonces y hoy parece repetirse, en los suicidios juveniles. También se produce una concentración en el pensamiento, en la reflexión, dando lugar a una filosofía de escuela, que supuestamente se aleja de la vida.

Se afirma tras Lukács, que la filosofía alemana, el notable racionalismo que dominó el mundo de la cultura europea, era una filosofía de la inacción, de la inhibición, del aburrimiento. Será incluso elitista, pesimista y amarga en Schopenhauer y el danés Kierkegaard, adoptando así formas nobiliarias en el romanticismo. Pero sin embargo, el autor dedica excelentes páginas a Immanuel Kant, al que libera de estas etiquetas. Sin duda, este filósofo es magnífico ejemplo de este retiro a su ciudad, sus libros y sus ensimismamientos. Pero su pensamiento supone según Lepenies un replanteamiento del mundo, que se revertiría en futuras acciones. Así salva a la gran figura de Königsberg, al filósofo Kant, quien incluso se ocupó de melancolías y enfermedades del cerebro. Para este el retiro a la reflexión no supone inacción, sino preparación para pensar y llegar al mundo. No olvidemos el curioso papel que en España tuvo un émulo de Kant y Hegel, el filósofo Krause, tan denostado aquí por los conservadores. Sus seguidores pasaron de una acción íntima, luego privada, a la posterior pública, siendo protagonistas principales de la que se ha denominado Edad de plata de la cultura española.

Wolf Lepenies hace derivar –de forma atractiva, pero atrevida- muchos personajes de esos espacios, corte y salones. Así, por ejemplo, a los consejeros de los monarcas posteriores, o bien a los escritores –y artistas- que cimentaban los tronos. La corte era el mundo, en el que se encuentran la caza y las batallas, también las ciencias y las artes. Pensemos otra vez en la que dominaba Federico II de Prusia, en la que circulaban Voltaire y Maupertuis, junto a su favorito conde Algarotti. También pueden derivar el dandy como Brummel, los excéntricos como Baudelaire (quien poetizó el spleen), los flâneurs como Benjamin... e incluso lo camp. Todos estos personajes y estilos son frutos de la sociedad burguesa, a la que critican, atacan, pero refuerzan. Y desde luego derivan los hombres de genio, que serán adorados en el romanticismo, patologizados en el positivismo.

Recurre el autor, como he dicho entusiasta de la historia y la literatura, a la biografía para explicar muchos de estos retiros. Por un lado, al místico judío Shabbetay Tsebí, quien tal vez aquejado de psicosis maníaco-depresiva, pasa de considerarse el mesías en Esmirna a aceptar la religión mahometana en Estambul. Está de acuerdo en considerar su biografía y sus padeceres, como formas de legitimación. Nos muestra ejemplos muy brillantes, personajes encarcelados, como fray Luis o los presos españoles, recordemos a Cervantes pariendo el Quijote. También para la mostración de esos espacios, de esas habitaciones interiores, recurre al hombre interno de Maine de Biran, a la construcción de un universo literario propio en Marcel Proust, a bien a la constatación de un mundo arbitrario en Paul Valéry. Señala así cómo la melancolía puede venir de un exceso o un defecto de orden social. Por citar un ejemplo muy nuestro, recordemos a Manuel Azaña cuando casi perdida la guerra se dedica a escribir, dejando testimonio literario del padecer melancólico que la fuerza y el caos de la guerra produjeron en un alma sensible.

Se plantea por tanto Lepenies la posibilidad de una doble causalidad, pues habría una melancolía del orden y otra del desorden. Entra por tanto en la consideración del funcionamiento de los sistemas sociales, mostrando cómo los dos extremos llegan al mismo camino. Tanto el exceso como el defecto de orden, tanto la determinación, como la arbitrariedad son motivos de melancolía. De ahí se derivan consecuencias notables para la medicina, pues si como Merton señala –y otros muchos, el mismo Freud con la renuncia al mundo y el encierro en el yo- la inhibición es central en el proceso melancólico, es necesario el estudio del mundo que el melancólico se construye en sustitución del perdido. Y también averiguar –como Marcuse, Foucault o Dörner- cómo la sociedad influye en la consideración y en la situación del enfermo melancólico.

Llama la atención y extraña al abrir este libro, esta propuesta hecha desde la sociología en el análisis de emociones, pero la relación entre el individuo y la sociedad, los equilibrios biológico, psíquico y social son necesarios. Posiblemente, tanto la melancolía como la manía pueden ser considerados sistemas regulatorios de la personalidad, o bien expresiones de profundos péndulos equilibradores. Melancólica es toda persona, que es por tanto un homo melancholicus, como se siente desde Nietzsche a Judith Butler. Pero esa extrañeza es comparable a la que nos produjeron también hace tiempo las propuestas sociológicas para el arte y la literatura, la pintura, la poesía y sus emociones, así por autores como Lukács o Hauser, muchas veces con influencia del marxismo. Estamos más acostumbrados al análisis que de la melancolía se ha hecho desde el mundo del arte por Klibanski, Panofski y Saxl, o bien las aproximaciones literarias y filosóficas de Pigeaud o de Starobinski. Pero el control de las emociones es un problema político, religioso y social, podemos recordar algunas actuaciones en la corte, ante el emperador Carlos V, las de Bartolomé de las Casas o Martín Lutero -quienes también conocían las tristezas y melancolías-, en las que se combinan política y religión; o bien, venir a nuestros días y rememorar el papel de la música y la imagen en el manejo de las pasiones, asimismo por el cine y el deporte desde El nacimiento de una nación (Griffith) o El triunfo de la voluntad y Olimpia (Riefenstahl).

Si el autor hace hincapié en aspectos sociológicos como los roles y la acción, la inhibición y el espacio, no olvida tampoco los psiquiátricos, sobre todo a partir del escrito Duelo y melancolía de Sigmund Freud. Se insiste en la pérdida del objeto, del mundo, en la regresión al yo, en el miedo a la acción para evitar la frustración. Para Kraepelin la melancolía asociaría tristeza e inhibición. Así pues es esta aburrimiento y reflexión, en busca de reestructuración de la perdida sociedad. Recordemos con estas páginas a Marcel Proust y esa construcción de un mundo literario, un mundo propio. Por eso ante esa restricción del espacio que lleva a la inhibición y a la reflexión, se deben estudiar esos mundos internos, que no dejan de tener relación con el exterior, como señala también Lepenies con base en Norman Cameron. Hay que estudiar la relación del desorden individual con el social, afirma siguiendo a Marcuse; también la valoración y las condiciones sociales del melancólico, escribe según Michel Foucault y Klaus Dörner.

Se comienza la obra con referencias a dos grandes personajes, como señalé, uno clave en sociología, como es Merton, otro en la historia de la melancolía, como es Burton. Desde ellos se considera que la melancolía supone una falta de orden social –anomia se dice a veces- que lleva al segundo a escribir su magna obra Anatomía de la melancolía. En Merton se trata el pesimismo como un retraimiento del espacio social, cambios y pérdidas de roles y adaptaciones, inhibición y ritualismo que se evidencian como nostalgia y apatía. Por este encierro se llegaría a la reducción antropológica según Arnold Gehlen y conduciría a la regulación social a través de las instituciones. Así en el análisis de la obra de Burton se hace hincapié en la introducción y su carácter de utopía. Se supone que el colegial de Oxford -además de escribir para no caer en la tristeza-, lucha contra los males de su tiempo, en esa sociedad que la enfermedad ha puesto en peligro. Si escribe para alejar la tristeza, lo hace además para evitar la ociosidad, quitando la melancolía y el aburrimiento, llevando a la acción. Es el mismo camino eclesiástico que va de Hildegarda de Bingen a Teresa de Ávila. Será subrayado también por Michael Heyd quien mostrará la influencia de la escritura sobre la melancolía en el pensamiento y en la religiosidad del Barroco. Esa utopía en R. Burton quiere ordenar el mundo, evitando la melancolía del cuerpo social, del estado melancólico. Está cercano Cromwell, quien desde la propia melancolía renovó Gran Bretaña. La prohibición de la tristeza llegará a 1984 de Orwell.

Se trataría por tanto de una enfermedad de la voluntad, del fracaso en la acción; tras esa distinción entre melancolía nobiliaria y burguesa parece Lepenies apoyarse en la idea del homo faber, en contra de la melancolía conservadora, que apoya al poder y se consuela en el fracaso de la acción y en la muerte. Se alivia y refuerza esta en la contemplación del dolor que supone el cráneo, la muerte en Et in Arcadia ego, tan presente en los melancólicos compases de Liszt, en las trágicas óperas de Wagner. Sigue el autor a Ribot al calificar este malestar como una enfermedad de la voluntad, contra la que tantos lucharon, como Santiago Ramón y Cajal al escribir sobre los tónicos que podían evitarla. Por ello se muestra Lepenies sin duda partidario de ese Goethe que en Fausto reclamaba la acción como primer principio, como sinónimo de progreso. De ese Fausto que supone una lucha entre arte y progreso, entre música y acción, como La Fura dels Baus ha puesto en evidencia en su reciente montaje de la ópera de Gounod en el Teatro Real.

Sin duda, tras leer este texto se pueden revisar de forma distinta muchas obras literarias. Por ejemplo El jardín de los Finzi Contini de Giorgio Bassani. Así también Anton Chejov con sus claustrofóbicos espacios, ese jardín de los cerezos que es vivido como herencia de otras generaciones, o esa finca en que Vania sufre de melancolía, resignación y aburrimiento. Sacrificio que sirve para una supuesta obra literaria del soberbio y vano escritor encarnado en uno de sus personajes. Y siempre la distancia del campo a la ciudad, esa lejanía y cercanía de la ciudad de Moscú, que supone el fin de tantos siglos de señorío rural. Álex Rigola lo mostró muy bien en el cerrado espacio en que confinó a los personajes de Vania, como antes había abierto la sociedad de Santa Juana de los mataderos (Brecht), o cerrado la estancia de El largo viaje hacia la noche (O’Neill). Sin duda, el teatro siempre habla de espacio, de administración del espacio, por eso está tan ligado a las emociones, cultivadas en sus tablas hoy por miles de aficionados.

Añade Lepenies algunos comentarios a la reedición de la obra, situándola en su posterior interés por la disputa de las dos culturas, que Snow puso de moda. También con la Ilustración, que siempre le interesó. Señala que el principio de la desconfianza moderna ante la ciencia está en ese período histórico, así en la reacción de Voltaire ante el terremoto de Lisboa. Además se puede añadir el relato de von Kleist en su cuento sobre otro temblor de tierra americano. Asimismo incluye el autor a Malthus y la desconfianza ante el futuro y la acción humana. Yo pienso que el comienzo de las peleas sobre la ciencia está en la disputa de Voltaire y Maupertuis ante la Academia y el trono de Federico II. Muestra Lepenies la tradición de la disputa de los hombres (intelectuales) de buena conciencia y los de la queja, surgida en la Ilustración. Así, en el actual cambio de siglo, estos parecen ganar terreno, al menos entre las gentes de letras, formando un contingente de intelectuales melancólicos de la Vieja Europa, que fue tan sabia pero con frecuencia tan cruel. Nos habla de la crisis de la conciencia europea, que duda entre valiosos hallazgos intelectuales y científicos y peligrosas acciones económicas y políticas. La melancolía ante el Brexit hoy se incrementa. Reclama Wolf Lepenies una nueva Ilustración, una nueva cultura europea. Sin duda, es necesaria la intelección entre las dos culturas, entre el saber y el sentir, la razón y la emoción. Tal vez Fausto, el sentimental y científico personaje, se movía en ese terreno. También Alonso Quijano, cabalgando con su fiel criado entre el creer y el saber, la corte y la fantasía. No menos entre la acción y el diálogo, entre Goethe y Freud, viendo caminos en alegres conversaciones o en osadas aventuras para posibles alivios de resecadas seseras.