RESEÑAS DE LIBROS/BOOK REVIEWS

 

RESEÑA DEL LIBRO "DESMESURA. UNA HISTORIA COTIDIANA DE LOCURA EN LA CIUDAD"

 

Balius, Fernando y Pellejer, Mario. Desmesura. Una historia cotidiana de locura en la ciudad, 2018, 128 páginas. Ediciones Bellatera [ISBN 13: 978-84-7290-854-3]

 

Una de estas mañanas, Twitter me hizo su regalo bibliográfico: la noticia de la publicación de Desmesura. Sigo en esa red a algunos grupos de personas etiquetadas por la (bio)Psiquiatría reciente con algún “título” (esquizofrenia, transtorno obsesivo-compulsivo o el cada día más diagnosticado TLP –Trastorno límite de la personalidad). Como sujetos individuales (@Gacela1980) o colectivos (@DMentesAbiertxs, @orgullboig, @FlipasGAM) comparten dos ejes comunes: de una parte, su activismo “en primera persona”, es decir, no a través de familiares, que suele ser el formato asociativo más cooptado por el sistema médico-farmacéutico. Por otra, su práctica política de ayuda mutua. No es un movimiento radicalmente contra los psicofármacos, pues busca la autonomía en el manejo y la información veraz respecto a sus efectos.

Este activismo en primera persona guarda continuidad con los valores que la antipsiquiatría planteó en las décadas de los sesenta y setenta, buscando devolver agencia y dignidad a las personas con mentes complejas. Como alertaba Ronald David Laing (1927-1989) en la introducción a El yo dividido (1960), no podemos dejar de validar la experiencia íntima de cada cual pues “La experiencia de uno mismo y de los otros en cuanto personas es primaria y se da validez a sí misma. Existe con anterioridad a los problemas científicos o filosóficos que presenta el estudiar cómo es posible tal experiencia o cómo se podrá explicar”. El modelo manicomial y todas la aberraciones terapéuticas de las décadas previas, habían conseguido hacer de la persona loca un “otro” despreciable y temible al que había que aniquilar mentalmente, tal y como cuenta la poetisa Janet Frame (1924-2004) en su autobiográfica Un ángel en mi mesa. En muchos lugares, nada quedaba a mitad del siglo XX de las ideas del Philippe Pinel (1745-1826) reformador (el que nos gusta recordar) que algunos médicos españoles ilustrados admiraron[1], y los manicomios se parecían más al Corral de Locos que pintó Goya en 1794 que a espacios de convivencia en la dificultad y en el bienestar que los modernos años setenta parecían poder traer. Como nos recuerda el psiquiatra argentino Raúl A. Camino (1940-2018), en el documental Comunidad de locos (Ana Cutuli, 2005), cuando llegó al Hospital Colonia de Federal (Argentina), del que fue director entre 1969 y 1976, las personas internadas comían sobre tablas, sin platos ni cubiertos, y no tenían siquiera espejos para recordarse en el reflejo que eran personas. Incluso algunas de las mujeres internadas fueron sexualmente comercializadas por responsables de la institución. Esta situación similar a la del Corral de locos era lo que estos psiquiatras argentinos inspirados en los grupos terapéuticos de Maxwell Jones (1907-1990) –modelo difundido en su obra clásica Psiquiatría Social: Un estudio sobre las Comunidades Terapéuticas (1952)-- querían combatir. Las dictaduras de Chile y Argentina prohibieron estos proyectos “revolucionarios”; revolucionarios porque las personas ingresadas se autogobernaban, se organizaban en ocupaciones para el autoabastecimiento o disfrutaban en sus fiestas y bailes. En las comunidades las decisiones clínicas eran autogestionadas y comunitarias, porque la “comunidad de locos” sabía ser responsable y conocedora del grado de desestabilización de cada cual y ese conocimiento de grupo se ponía en práctica. Las asambleas, como herramienta terapéutica, dejaban al descubierto que algunos “delirios” eran estratagemas humanas de amor o de rivalidad. “Tácticas del débil” como nos han enseñado Michel de Certeau y John Scott. Lo que dejaba claro el grupo o comunidad de locos es que la exclusividad del saber había que expropiársela a los psiquiatras, porque los grupos eran una fuente de sabiduría sobre salud mental, como mostraron los resultados terapéuticos en esas experiencias latinoamericanas.

Desde entonces, al menos en algunos países, se ha ido desmantelando el dispositivo manicomial o, quizá, simplemente se ha reducido a unas unidades de agudos que aún siguen siendo muy contestadas por los propios colectivos. Así lo recoge la denuncia de Manuela Jesús Martínez Gutiérrez, ante el alcalde de Cádiz del partido político Podemos, José María González, Kichi,[2] porque “la contención y el aislamiento no son terapia”. El personal sanitario utiliza estrategias defensivas en instituciones que siguen más preocupadas por la vigilancia y el castigo que por prácticas más humanas que proscriban las correas. Los correajes que exponen en fotos los compañeros de Manuela Jesús Martínez durante su denuncia, son prácticamente idénticos a los que se ven en el aguafuerte que muestra a William Norris atado en su ingreso de 1800 en el Bethlem Hospital, aunque esa era una época donde las “contenciones” duraban décadas. Esta iconografía del horror ha visto la luz en exposiciones recientes en el Wellcome de Londres. También pueden contemplarse los espantos de la Salpêtrière en otro texto reciente (Revelations: Iconography of the Salpêtrière, Paris 1875-1918).

La historia de la voz de los pacientes sigue oyéndose, en parte por el acceso a archivos, a cartas (Cartas desde el manicomio, Catarata, 2018), a restos enterrados de la cultura material de los centros que salen a la luz en museos (Museum of mental Health, Oregon Hospital)[3] o gracias a la aparición de maletas con materiales personales de personas que estuvieron encerradas y que afloran con el cierre institucional como ocurrió en el Willard Psychiatric Center de Nueva York[4]. Algunos colectivos de profesionales de la salud, siguiendo políticas de la memoria más comprometidas que las que acontecen por nuestros lares, han elevado un mea culpa por su contribución a las maquinarias de vigilancia mental. Me ha sorprendido, en este sentido, la memoria publicada de algunas enfermeras de los servicios psiquiátricos ingleses que han confesado públicamente que simulaban citas con pacientes varones homosexuales para “confirmar” que habían dejado de serlo tras electroshocks, comas inducidos con insulina y torturas similares. Estas confesiones dan voz indirecta a las formas más sutiles de sufrimiento causadas por la punitiva vigilancia psiquiátrica de la diversidad sexual.[5] No olvidemos que la historia es un cante de ida y vuelta y que las terapias contra la homosexualidad aún se practican en connivencia con ciertas religiones en lugares como Moscú[6] si no es que se practican en entornos más cercanos. Y no creo que las causas de estas formas contemporáneas de la psiquiatría de la “desviación” sean, como señalaba Anton Chejov en Pabellón No. 6 (1892), la lejanía respecto a los grandes y modernos centros (“A los alienados no se les echa ahora agua en la cabeza ni se les ponen camisas de fuerza; se les da un trato humano, y según escriben los periódicos, hasta se organizan para ellos espectáculos y bailes. Andrei Efímich no ignora que, con el criterio y la moral actuales, una infamia como la del pabellón número seis sólo es posible a 200 kilómetros largos del ferrocarril, en un villorrio donde el alcalde y todos los concejales son pequeños burgueses semianalfabetos, que tienen al médico por un sacerdote en el que hay que confiar a pie juntillas, aunque ordene echarle a uno estaño ardiente en la boca; en cualquier otro lugar, el público y los periódicos hubieran derruido y deshecho esta pequeña Bastilla.”)

En la última década, protagonizada por personas que la medicina etiqueta de locas, una nueva revolución de abajo arriba está en marcha y, creo, tendrá un largo recorrido histórico. Me refiero, al movimiento de “escuchadoras de voces”. Este movimiento, es una explosión de saber subalterno, en el sentido que la teoría postcolonial propone,[7] es decir, producido por quien experimenta la enfermedad porque sitúa en el centro las voces de quien padece y no tanto los lenguajes “expertos” de la Psiquiatría. Desmesura, Una historia cotidiana de locura en la ciudad, precisamente, nos habla de esto. Del tránsito de una persona que recibe diversas etiquetas clínicas, desde la farmacologización psíquica a la escucha de las voces que han sido nombradas, por los saberes considerados “expertos”, como alucinaciones. La novela gráfica está aportando un repositorio extraordinario de voces de pacientes. Ya lo vimos en Majareta (Ediciones La Cúpula, 2014), una memoria personal de Ellen Forney, una artista dibujante y psicóloga que es etiquetada de “trastorno bipolar” y cuenta su lucha para que la medicación no destruya su propia vitalidad y personalidad artística. Ellen Forney dibuja y pone en movimiento la narración con un trazo trepidante, como una novela de acción, y consigue meternos en su propio estado mental acelerado. Majareta aporta una visión de la enfermedad en positivo, pues quien conoce algún estado “maniaco”, por leve que sea, sabe del bienestar y exaltación que genera y que tan bien relató Emily Martin en su Bipolar Expeditions (2009).

Desmesura narra en otras claves. Combina la experiencia contada por Fernando Balius en primera persona, con el apoyo gráfico de las ilustraciones de Mario Pellejer. En muchos momentos dibuja casi un icono de ciertas situaciones clínicas donde nos reconocemos tanto…, como la viñeta donde el paciente queda infantilizado y pequeñito ante el veredicto médico (p.47). Pero la novedad de Desmesura es aportar el relato antropológico de la vida de alguien que oye voces. The International Hearing Voices Network ha surgido con fuerza a escala internacional para mostrar que la experiencia de oír voces no debe ser estigmatizante.[8] De hecho, la asociación reclama que las voces son “reales y significativas”, proponiendo una interpretación de la subjetividad, como un conglomerado de voces incorporadas, procedentes de la experiencia cultural y biográfica y no siempre en convivencia armónica o coherente, pero cuyos mensajes son relevantes. Esta vivencia humana de oír voces tiene especificidad y diversidad cultural como recientemente ha mostrado la antropóloga Tanya Marie Luhrmann en Our Most Troubling Madness: Case Studies in Schizophrenia across Cultures (Ethnographic Studies in Subjectivity) (2016). La propuesta de los colectivos de personas escuchadoras de voces guarda parecido con la idea de subjetividad como incorporación de opresiones que desarrolló, en el Brasil dictatorial de los años sesenta, Auguto Boal (1931-2009) con su Teatro de los Oprimidos que buscaba la liberación personal (y colectiva), mediante la autonomía y responsabilidad, adquiridas con mediación comunitaria dramatizada (Teatro Foro). Esta continuidad histórica de saberes y prácticas del movimiento de personas que escuchan voces es más nítida en relación a esta tradición de teatro popular, que al inconsciente freudiano representado casi como anatomía interiorizada,[9] y la curación un acto individual en el diván de la “boutique psicoanalítica”.

Es voluntad del autor de Desmesura difundir en su libro la experiencia de un joven procedente de la clase media, perdido en una experiencia que le alejaba de la gente y a la que darle sentido era imposible en un proceso de aislamiento, silencio familiar y farmacologización. El relato absorbe. He apreciado, a través de los ritmos que despliega, los agujeros narrativos subjetivos y los hilos tenues que hilvanan los fragmentos que autor y dibujante intentan que tengan unidad pero que, en realidad, funcionan como un guiño a quienes, por experiencia, conocemos la dificultad de lograr darnos coherencia diariamente. Aquí la novela gráfica, con su formato visual y escrito, hace un maridaje perfecto para armonizar y sintonizar experiencias con nosotras, las personas que les leemos. Desmesura puede entenderse, también, como un libro de autoayuda, pero me inclino a definirlo “de ayuda mutua” pues no pone el énfasis en la persona individual sino en la fuerza curativa y política del colectivo. Muchas ideas sobre cómo no despertar alarmas en los demás cuando hablamos con nuestras voces extras, o como suministrarnos autocuidados específicos, pueden ser tácticas de estabilización mental que apoyen a las prácticas colectivas de escucha, y permitan un horizonte libre de fármacos, pero lo esencial es recibir acogimiento del ecosistema afectivo y no juicios negativos y censuras. Desmesura, también. es una novela gráfica que juega con los recursos de su género para sumirnos en ese estado mental del protagonista-autor cargado de silencios y voces. Igualmente explora una presencia del cuerpo que rara vez encontramos en otros textos y que devuelven realidad material al padecimiento psíquico. Su lectura provoca experiencias, hueles, sientes y visitas paisajes en azul o verde, y a veces en negro, que incitan a comprender el sufrimiento o a vislumbrar la liberación. Incluso esa mente “otra” de la que surgen las voces acaba siendo a ratos, para quien lee, un peludo y entrañable alter ego. Desmesura contiene un mensaje de gran fuerza humana y transformadora: del sufrimiento extremo se sale, y la vulnerabilidad encuentra sostenimiento en lo colectivo y el afecto, no en el encierro y la ocultación. Este no es un relato de “pensamiento positivo”, es, más bien, un acto político de carácter asambleario.

Las novelas gráficas serán, en el futuro, un archivo subalterno y emocional de procesos mentales, de sabidurías humanas sobre el “cuidado del sí” --como diría Foucault--, que desdibujan la frontera tenue entre lo normal y lo patológico[10], y testifican sobre la relevancia de los procesos comunitarios de ayuda mutua y los autocuidados en la salud mental. Si como indica la OMS, una de cada cuatro personas tenemos probabilidad de pasar por momentos graves de sufrimiento mental[11], Desmesura es una lectura imprescindible para prepararnos con humor y honestidad e ir creando nuestro grupo de escuchadoras de voces que nos ayuden a descodificar los crípticos mensajes de nuestras mentes-cuerpos-mundos-ecologías para poder, así, darnos algo de sentido.

 

NOTAS Top

[1]

Novella, E. J. (2012), “Locura, opinión pública y medicina mental en los orígenes de la España contemporánea”, Medicina e Historia. Revista de Estudios Históricos de Las Ciencias de La Salud, (1), 3–18.

[2]

Puede verse en https://www.youtube.com/watch?v=6zQOb-K6mvQ.

[3]

https://oshmuseum.org/

[4]

http://www.suitcaseexhibit.org

[5]

Gillen, S. (2012), “Lessons from history offer insight into today’s professional practices”, Nurs Stand. 26(46), p. 15.

[6]

http://www.bbc.com/mundo/noticias-internacional-39770514

[7]

Para un acercamiento a esta perspectiva véase el capítulo en La historia de la medicina en el siglo XXI, una visión postcolonial, Universidad de Granada, 2003, y el blog que he ido desarrollando tomando como base esa propuesta http://saberesubalterno.blogspot.com.es/.

[8]

http://www.intervoiceonline.org/

[9]

Varela, Julia (2006), “El descubrimiento del mundo interior”. Claves de Razon Práctica, 161, 42–48.

[10]

Rosenberg, C. E. C. (2006), “Contested boundaries: psychiatry, disease, and diagnosis”, Perspectives in Biology and Medicine, 49, 407–424.

[11]

Desviat, M. (2011), “Panorama internacional de la reforma psiquiátrica”, Ciência & Saúde Coletiva, 16, pp. 4615–22.

 

Rosa María Medina Doménech
Departamento Historia de la Ciencia / Instituto de Estudio de las Mujeres y del Género / Universidad de Granada
Email: rosam@ugr.es

 

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