RESEÑAS DE LIBROS/BOOK REVIEWS
RESEÑA DEL LIBRO "ANCIENT WISDOM IN THE AGE OF THE NEW SCIENCE: HISTORIES OF PHILOSOPHY IN ENGLAND, C. 1640-1700"
Levitin, Dmitri. Ancient Wisdom in the Age of the New Science: Histories of Philosophy in England, c. 1640-1700. Cambridge, Cambridge University Press, 2015, XII + 670 páginas [ISBN: 978-1-107-10588-1 (tapa dura), 978-1-107-51374-7 (tapa blanda)]
Dmitri Levitin ha escrito un libro impresionante, declarada y profundamente revisionista, que cuestiona con rotundidad conceptos historiográficos muy asentados, entre ellos el propio concepto cronológico de “Ilustración”. Esto no obedece a una iconoclasia gratuita, sino a la meticulosa lectura y contextualización de una cantidad ingente de textos del siglo XVII conectados entre sí. El libro resulta aún más impresionante –y envidiable– si se tiene en cuenta que se originó en una tesis doctoral iniciada a finales de 2008 y defendida en Cambridge a finales de 2010.
El autor se propone investigar la actitud de los intelectuales ingleses –teólogos, médicos, filósofos naturales, filólogos– ante la filosofía antigua –fundamentalmente griega, pero también “oriental”– en la época que asistió al nacimiento de la “nueva ciencia”. El resultado, lejos de confirmar una supuesta dicotomía entre “antiguos” y “modernos” o entre “humanismo” y “nueva ciencia”, demuestra que el estudio crítico e histórico de la filosofía antigua desempeñó un papel fundamental en todos los discursos intelectuales de la Inglaterra del siglo XVII. Dicho estudio crítico de la filosofía antigua se produjo, además, mediante la recepción activa del trabajo desarrollado en el resto de Europa desde finales del siglo XVI y principios del siguiente, con la obra de filólogos como Escalígero y Casaubon a la cabeza.
Entre un poderoso y probablemente polémico capítulo introductorio (1. “Introduction: histories of philosophy between ‘Renaissance’ and ‘Enlightenment’”, pp. 1-31) y una breve conclusión final (pp. 542-548) se despliegan cinco capítulos de un centenar de páginas cada uno; en ellos, Levitin examina los esfuerzos que los ingleses dedicaron a la filosofía antigua en una serie de ámbitos: historia y filología (2. “Ancient wisdom I: The wisdom of the east: Zoroaster, astronomy, and the Chaldeans”, pp. 33-112; 3. “Ancient wisdom II: Moses the Egyptian?”, pp. 113-229), medicina y filosofía natural (4. “Histories of natural philosophy I: histories of method”, pp. 230-328; 5. “Histories of natural philosophy II: histories of doctrine: matter theory and animating principles”, pp. 329-446), teología e historia eclesiástica (6. “Philosophy in the early Church”, pp. 447-541).
No es posible resumir en este espacio la riqueza de los contenidos, que se caracterizan por un nivel de detalle invariablemente elevado y complejo, y que abundan en tratamientos nuevos e iluminadores tanto de nombres muy conocidos –Gassendi, Boyle, Cudworth– como de muchos otros apenas estudiados. En atención al perfil general de los lectores de Asclepio, aludiré a continuación a algunos de los contenidos directamente relacionados con la medicina y la filosofía natural.
Es importante la descripción en el capítulo 2 de una visión “progresivista” de la historia de la filosofía y en particular de la astronomía, perceptibles en la History of Philosophy (1655-62) de Thomas Stanley –la primera obra en inglés con ese nombre– o en la traducción inglesa anotada del poema astronómico de Manilio debida a Edward Sherburne (1675): en ellas, la presentación de la Antigüedad se lleva a cabo desde la conciencia de la superioridad científica del presente, pero al mismo tiempo como una propedéutica necesaria para los filósofos naturales de la nueva generación, de quienes se espera que conozcan en profundidad la historia de sus disciplinas.
Del capítulo 3, el historiador de la ciencia se detendrá en la descripción de cómo a lo largo del siglo XVII se intentó conciliar la narración del Génesis con los nuevos conocimientos astronómicos, para llegar hacia el final del siglo, con Edmond Halley, a una situación en la que se prefiere guardar silencio al respecto, y en la que por primera vez puede decirse “que la ciencia ha triunfado sobre la Escritura” (p. 220). Levitin no sólo trata aquí de la célebre Telluris theoria sacra (1681-89) de Thomas Burnet, con sus peligrosas implicaciones sobre la naturaleza de la narración bíblica, sino también de obras mucho menos conocidas como el Essay toward a natural history of earth (1695) del profesor de medicina John Woodward, que defiende que Moisés poseía un conocimiento natural directamente revelado por Dios, o las inquietudes filológicas de Robert Hooke, quien, además de rastrear la Atlántida, especuló con la idea de que las gigantomaquias de las mitologías clásicas ocultasen terremotos primigenios.
Las más de doscientas páginas de los capítulos 4 y 5, sobre la historia del método científico y sobre la doctrina de los “principios” –átomos o de otro tipo–, constituyen sin duda el material más atractivo para el lector de esta revista; también el de más ardua lectura para este reseñante. Sin embargo, y es éste un buen momento para decirlo, Levitin traza al principio de cada uno de los capítulo un excelente estado de la cuestión (“Sources”), en el que se resume con admirable claridad no sólo el contenido de las fuentes antiguas objetos de discusión en cada caso, sino también la historia de dicha discusión antes del siglo XVII. Al principio del capítulo 4, a la hora de tratar sobre historias del método científico, se introducen en toda su complejidad las cuatro tradiciones intelectuales en juego: aristotélica, anti-aristotélica, química y médica. La conclusión más relevante del capítulo es la siguiente: fueron los médicos, apoyados en última instancia en una tradición apócrifa sobre el carácter experimental de la filosofía de Demócrito y su supuesta ascendencia sobre Hipócrates, quienes lograron legitimar el nuevo método experimental que surgía en el siglo XVII; paralelamente fracasaban los intentos de la Royal Society por lograr esto mismo, debido precisamente a la poca calidad de sus argumentos históricos –los de Francis Bacon incluidos–; es decir, fueron los médicos quienes lograron, mediante argumentos históricos tenidos por aceptables, que la “nueva ciencia” fuera considerada filosófica, y por tanto académica.
El capítulo 5 versa sobre el “atomismo” inglés, y por tanto sobre actitudes hacia Epicuro, o más bien hacia el Epicuro de Pierre Gassendi. Este capítulo arroja una conclusión iconoclasta más: que debe dejar de hablarse de “epicureísmo” inglés, al menos en filosofía natural, pues el atomismo de la época se distancia expresamente del de Epicuro. Una tesis controvertida que se repite a menudo y que lo hace de nuevo aquí (p. 369) es que las teorías científicas en el siglo XVII inglés se aceptan o rechazan en primera instancia por su propia solidez, y no por consideraciones teológicas asociadas. Según Levitin, el atomismo de tipo epicúreo se rechazó a favor de otras teorías corpusculares no por sus implicaciones ateas, sino por su carácter reduccionista y especulativo, incapaz de dar cuenta de los procesos químicos.
Al hilo de eso mismo, Levitin destaca a Samuel Parker, autor de unos Tentamina physico-theologica de Deo (1665), como el primer inglés que analiza la filosofía antigua en su contexto religioso pagano. El lenguaje de Parker es, como señala el autor (p. 546), el mismo que el utilizado por Isaac Newton en su célebre Scholium generale; esta pieza también recibe una breve pero novedosa interpretación, en el contexto de cómo las teorías sobre la materia de la Antigüedad se leen en el siglo XVII como un animismo idolátrico. Este tema enlaza bien con el capítulo final, el supuesto platonismo de la Iglesia antigua y su importancia en las controversias sobre la Trinidad que se desarrollaron en Inglaterra en la última década del siglo; de sus contenidos, el historiador de la ciencia se interesará quizás por lo relativo a Newton, a quien Levitin se permite despachar en un párrafo, por considerar –con acierto– que la narrativa newtoniana sobre la corrupción del cristianismo antiguo “no fue particularmente original ni elaborada” (p. 507).
La tesis principal del libro es que desde mediados del siglo XVII se encuentra ampliamente desarrollada, a partir de la aplicación de la crítica humanística tardía, la actitud hacia la Antigüedad que es tradicional considerar propia de la Ilustración. Otra tesis es que, lejos de deberse a intelectuales “heterodoxos” y outsiders, las narrativas innovadoras sobre la Antigüedad se producen por lo general desde dentro de las instituciones académicas y a manos de académicos bien establecidos.
Con algo de maldad, Levitin señala en una nota que la “fetichización del período posterior a 1680 que ha dominado mucho de la historia intelectural europea de los siglos XX y XXI” (p. 7) “proviene sin duda de la decadencia de la formación en latín, y por tanto de la falta de familiaridad con mucho material anterior a 1680” (n. 35). Las transcripciones de material latino a lo largo de todo el libro son en efecto abundantísimas, con erratas proporcionalmente muy escasas; sus traducciones al inglés son elegantes y por lo general muy correctas.
No está escrito “en la jerga que es tan prevalente en las humanidades modernas” (p. xii), pero aun así resulta erudito y difícil. El autor tiene la honradez de advertir que “sin duda” ha permitido que su forma de escribir “exagere la coherencia” de la historia (p. 21): que haya estimado oportuno incluir esta declaración tiene que ver, creo, con su plena conciencia del tipo de investigación que practica, una que se mantiene pegada al nivel de las fuentes, en toda su complejidad, y que no rehúye el detalle incómodo que pone trabas a una teoría o a una big picture preconcebida o heredada. Sólo cabe esperar que este tipo de historiografía –que tiene tanto de filología– prospere y se asiente en las humanidades que vienen.
Pablo Toribio
ILC-CSIC, Madrid
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