RESEÑAS DE LIBROS / BOOK REVIEWS

 

RESEÑA DEL LIBRO "BEING BRAINS. MAKING THE CEREBRAL SUBJECTS"

 

Vidal, Fernando y Ortega, Francisco. Being Brains. Making the Cerebral Subjects. New York, Fordham University Press, 2017, 318 páginas [ISBN 978-0-823276-07-3]

 

Desde la década de 1990 hasta la fecha se han multiplicado sin freno los estudios y las iniciativas culturales de toda índole precedidas del prefijo “neuro”. Desde la neuroética o la neuroestética hasta las neuronovelas, pasando por la neurodiversidad o por la autoayuda y el “masaje” cerebrales. La vulgata establecida recuerda que esta moda deriva de una verdad fáctica descubierta gracias al reciente desarrollo de las neurociencias: “somos nuestros cerebros”.

Este libro constituye una impugnación en toda regla de la susodicha vulgata: la equivalencia entre el yo y el cerebro, que hoy parece tan asentada, no es una consecuencia de los avances de la neurofisiología. Se trata en cambio de un supuesto conceptual de orden metafísico, cuya génesis puede remontarse a la filosofía de la edad moderna. Esta premisa conceptual fue la que alentó el despegue de las investigaciones empíricas sobre el cerebro, y no al revés.

Al invertir el tópico que presenta al yo cerebral como resultado del progreso de la ciencia, este libro no se alinea sin embargo entre los ensayos que rechazan como “neuromitología” la expansión de las disciplinas de prefijo “neuro”. No se trata tampoco de un alegato humanista contra los excesos reduccionistas del naturalismo neurocientífico. Su estatuto es difícil de delimitar, porque cruza ámbitos tan diversos como los Science Studies, los Cultural Studies, la Epistemología, la Filosofía Moral y Política o los Disability Studies.

Fernando Vidal, investigador del ICREA y profesor de la Universidad Autónoma de Barcelona, y Francisco Ortega, profesor del Instituto de Medicina Social de la Universidad del Estado de Río de Janeiro, ambos con una extensa obra a sus espaldas, proponen lo que podría denominarse, siguiendo a Ian Hacking y a Michel Foucault, una “ontología histórica” del yo cerebral. Esta figura antropológica, aunque no constituye la única y ni siquiera la forma hegemónica que recibe hoy la identidad personal, es sin duda una de las más influyentes. Por otro lado, la inflación interpretativa de lo cerebral en la cultura de nuestro tiempo no está construida de una sola pieza. Conforma una realidad que este estudio presenta en toda su complejidad, ambivalencia y pluralidad.

Esta vocación de ontología histórica no confina sin embargo al libro dentro de tareas puramente descriptivas. Se está también ante un excelente ejercicio de crítica epistemológica que desmonta atribuciones y cronologías apresuradas; pone de relieve los excesos e irrelevancias de los enfoques neurobiológicos en las humanidades y las ciencias sociales (deslizamiento injustificado de la correlación hacia la causalidad, desajuste entre los enunciados programáticos y los hallazgos empíricos efectivos, confusión entre cuestiones empíricas y conceptuales, abuso inadecuado del escaneo de neuroimágenes) y señala las contradicciones y peligros derivados de una política asentada en la neurodiversidad.

Los autores utilizan el término “ideología” para referirse a esta ontología del yo cerebral. Este uso no queda del todo justificado pues no se enmarca en la división entre ciencia e ideología estipulada por los clásicos del marxismo, ni equivale tampoco a su acepción althusseriana. Podría estar más cerca de la noción de “ideología científica” acuñada por Canguilhem. Esta es siempre parasitaria de una ciencia surgida con anterioridad, como sucede con el evolucionismo haeckeliano o con el mesmerismo. Pero en el caso de la “ideología cerebral”, esta no procede de las neurociencias sino que más bien, como demuestran Vidal y Ortega, las precede.

El ensayo está dividido en cuatro capítulos. El primero (“Genealogy of the Cerebral Subject”) es tal vez el más importante, porque en él queda fijada la tesis principal. El “giro neural” experimentado por la cultura de nuestro tiempo no es una novedad ni se trata del resultado de los progresos de la ciencia. El supuesto del “yo cerebral” fue consecuencia directa de la construcción del sujeto por la filosofía moderna. Este ya no estaba perfilado por la “carnalidad”, secuela de la teología cristiana del misterio de la Encarnación. Era un alma, un espíritu, caracterizado por las actividades de la memoria, la conciencia y el intelecto. La noción de identidad personal elaborada por Locke, unida a la teoría corpuscular de la materia de filiación newtoniana consolidó ese principio del “yo cerebral”. Lo que da continuidad a la persona es la memoria y la conciencia; como estas se contienen en los cráneos de los sujetos, el cerebro acaba convertido en el órgano del yo.

La genealogía sugerida obliga a descartar la presencia de falsos precursores (de Hipócrates a Huarte de San Juan) o de engañosas proyecciones retrospectivas (los espíritus animales y humores como preludio de las enzimas y los neurotransmisores). Por otro lado se pone en evidencia que esa invención del “yo cerebral” tuvo lugar al margen de las investigaciones coetáneas sobre este órgano (por ejemplo los trabajos de Thomas Willis). Cuando el naturalista Charles Bonnet declaraba que el traslado del cerebro de Montesquieu al cuerpo de un nativo hurón permitiría escuchar al autor de L’Esprit des lois, estaba dando a entender la plena vigencia ya, a mediados del siglo XVIII, del moderno yo cerebral. Los refinamientos posteriores traídos por la frenología decimonónica no alteraron en lo fundamental esa verdad. Pero hicieron posible, de la mano de severos sabios victorianos como Graham o Kellogg, algo que creemos nacido ayer mismo: la fundación de la neuroascesis, esto es, las prácticas de autoayuda basadas en la ejercitación y cuidado del cerebro.

El segundo capítulo (“Disciplines of the Neuro”) explora los efectos del “neural turn” en el ámbito de las Humanidades y las Ciencias Sociales. Más allá de la cháchara bienintencionada acerca de la relación bidireccional entre cultura y cerebro, justificada mediante la apelación a la “neuroplasticidad”, se pone de relieve el hilo conductor de estos desarrollos. Se trata de buscar “fundamentos” o “sustratos” neurobiológicos universales inherentes a cualquier proceso simbólico: juicios morales y estéticos, rituales religiosos, orientaciones políticas, cosmovisiones. El problema es que las correlaciones obtenidas (recurriendo por ejemplo a las técnicas de escaneo de imágenes cerebrales) se presentan como causas pero estas no pueden dar cuenta de los significados involucrados, sea de un retrato, una novela o de un ceremonial. Se confunde el hecho de que sin cerebro no es posible la cultura con la idea de que la cultura no es más que un producto del cerebro.

En este recorrido crítico, el capítulo pasa revista a las peculiaridades de la neuroética y a los problemas planteados por procedimientos de escaneo como la fMRI. Pero la parte más extensa se dedica a examinar los logros de las neurodisciplinas que se ocupan de la cultura: neurociencia cultural, neuroantropología y neuroestética. Partiendo de ejemplos concretos muy reveladores –como la investigación sobre el colectivismo de los chinos contrapuesto al individualismo de los occidentales- se ponen de manifiesto las deficiencias conceptuales que aquejan a estos desarrollos. Se trata en todos los casos de construir universales neurobiológicos asociados a prácticas y significados culturales. En este proceder se deja precisamente a un lado lo que distingue a las ciencias de la cultura, que son siempre ciencias históricas: la referencia al contexto. Como ya señaló Jean-Claude Passeron en La raisonnement sociologique, lo que caracteriza a estas disciplinas es que sus coocurrencias, a diferencia de las leyes universales propias de las ciencias nomológicas, están indexadas en configuraciones espaciotemporales específicas.

El capítulo tercero (“Cerebralizing Distress”) sigue la estela de las tentativas para explicar las dolencias y trastornos psíquicos en términos neurobiológicos. Comienza delimitando el contexto donde se inscriben estos proyectos: la expansión del campo psicofarmacológico, la globalización psiquiátrica y la investigación de biomarcadores. Las explicaciones neurobiológicas de la enfermedad mental funcionan de un modo ambivalente. Al eliminar la responsabilidad del afectado y de los familiares, poseen un efecto liberador. Pero al mismo tiempo generan identidades y grupos estigmatizados. A partir de aquí se comenta la plasmación del programa neurobiológico en el ámbito de la depresión. El uso de tecnologías de escaneo como la DTI parece poner al descubierto los mecanismos neurobiológicos que producen esta enfermedad. Sin embargo, un análisis más detenido muestra que en realidad se trata de correlaciones establecidas incluso ex post facto, tras un diagnóstico realizado con los procedimientos de la clínica tradicional.

La exposición recuerda la situación crítica que, pese a las proclamas en sentido contrario, parece atravesar el modelo estrictamente biológico de la enfermedad mental. El auge de la epigenética y la constatada relevancia del medio sociocultural en los trastornos esquizofrénicos apuntan en esa dirección. El capítulo finaliza con una completísima revisión de las implicaciones del yo cerebral en la esfera del autismo y de la neurodiversidad. En este terreno, la adscripción cerebral no conduce a la cosificación sino a la subjetivación de los afectados. Los autistas pueden presentarse así como una minoría biológicamente diferente, oponiéndose a toda tentativa patologizadora. Esta construcción del autismo como espacio de biosocialidad tiene su contrapartida en la eventualidad de una deriva comunitarista. La apelación al cerebro funciona entonces como una frontera identitaria entre ellos”, los “atípicos”, y nosotros, los “autistas”, falseándose así la propia pluralidad interna del autismo.

El capítulo cuarto afronta la construcción del yo cerebral en el universo de la ficción, atendiendo a su presencia en la literatura y en el cine. No se trata de evaluar en qué medida estos discursos se ajustan o no a la actualidad de las neurociencias. Lo que se explora son los efectos de realidad inducidos por la ficción. En primer lugar la creación literaria. Aquí se pasa revista a dos géneros diferentes: la neurocrítica literaria y las neuronovelas. En el primer caso se está ante una disciplina de corte reduccionista, que interpreta los textos atendiendo a las características neurobiológicas de los personajes. En el segundo caso, mucho más interesante, las cosas funcionan de un modo más ambiguo. En el argumento se suele dar por sentada, al inicio, la identidad entre el yo y el cerebro. Pero a medida que se compone la trama, esa equivalencia se fractura, de ahí la tensión narrativa y los trastocamientos que sufren las personalidades. En último término, las neuronovelas operan críticamente en relación al “giro neural”; subrayan la irreductibilidad del plano psíquico y la necesidad de abrir el relato a una mirada fenomenológica y existencial, atenta al discurso en primera persona.

Una ambivalencia semejante se encuentra en el terreno fílmico. Desde el Frankenstein (1931) de James Whale, el cine ha jugado con el motivo del yo cerebral. En particular, el asunto de los transplantes y de las pérdidas de memoria han sido escenarios especialmente fértiles para potenciar el género. Pero del mismo modo que en el caso de las neuronovelas, esta cinematografía ha funcionado de un modo ambivalente. Por una parte ha extendido el alcance omniexplicativo de lo “neuro”, pero por otra, la propia trama exigía poner en tela de juicio las expectativas creadas en el arranque de la misma por la asimilación cerebral del yo.

El libro finaliza con unas sumarias conclusiones donde queda resaltada una tensión característica de nuestro momento histórico. Por un lado, el impulso de la genómica y de las biotecnologías parece reforzar la tendencia a una completa somatización de todos los aspectos de la identidad. En esta misma pendiente se inscribe el auge del yo cerebral. Si, como señaló Nikolas Rose, en las décadas de 1960 y 1970, la individualidad era perfilada como un espacio psíquico profundo, tridimensional, en nuestros días se trata de un universo aplanado, asociado al material genético y a los circuitos neuronales. Pero al mismo tiempo, la cultura del posthumanismo, cuya impronta tiende a acrecentarse, hace que nuestra subjetividad somática parezca obsoleta y prescindible. La virtualización de las identidades, su codificación en bits de información, su creciente evanescencia y desacople respecto a los sistemas espaciotemporales parece cuestionar la pesantez de lo biológico.

Se cierra así una apasionante incursión en el paisaje del yo cerebral. Este es abordado como una realidad contingente, históricamente constituida, y no como un dato de la naturaleza. Se está ante un libro de investigación, muy alejado del ensayismo avispado y más o menos sugerente que tanto prolifera en relación con la presencia de lo“neuro” en nuestra cultura. Un estudio de largo aliento, pertrechadísimo en la documentación y capaz de penetrar en territorios disciplinares muy variopintos. Pero en este caso el rigor no va reñido con la amenidad, con una exposición asequible y agradecida para el lector. Sólo dos defectos que señalar; se echa en falta el acompañamiento de imágenes y sobre todo que el texto no haya sido aún vertido al castellano.

 

Francisco Vázquez García
Universidad de Cádiz

 

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