RESEÑAS DE LIBROS / BOOK REVIEWS
RESEÑA DEL LIBRO "DARWIN’S GHOSTS. IN SEARCH OF THE FIRST EVOLUTIONISTS"
Stott, Rebecca. Darwin’s Ghosts. In Search of the First Evolutionists. Londres, Nueva Delhi, Nueva York y Sydney, Bloomsbury, 2012, 383 páginas [ISBN 978 1 4088 3101 4]
Una de las singularidades de la ciencia es su carácter acumulativo, los hallazgos científicos y las explicaciones más eficientes a un fenómeno raramente son el producto de la serendipia; por lo contrario, esta más bien constituye la excepción.
Rebecca Stott ofrece un repaso histórico a las ideas de aquellos científicos que sentaron las bases de la teoría por la que Charles Darwin ha pasado a la historia de la biología: la mutación de las especies a partir de la selección natural. El hilo conductor de los 12 capítulos del libro se encuentra en el apéndice, donde la autora reproduce 9 páginas del Historical Sketch of the Recent Progress of Opinion on the Origin of Species, el preámbulo con el que Ch. Darwin encabezó la cuarta edición (1866) de su On the Origin of Species by Natural Selection. Darwin menta ahí a 34 autores que estuvieron a favor de la modificación de las especies, naturalistas que sostuvieron posiciones contrarias al creacionismo o al fijismo. El libro de R. Stott da razón de algunos de los personajes citados por Darwin, y también de otros que el biólogo británico no conoció pero que, anacrónica y presentistamente, podrían considerarse “protoevolucionistas”.
Aristóteles fue uno de los últimos personajes que Ch. Darwin introdujo en su lista de predecesores. Stott recrea la actividad del filósofo como naturalista durante su exilio en Aso y en Lesbos. Las notas que Aristóteles tomó durante este período sirvieron de base a tratados como Partes de los animales; Historia de los animales; o De la generación de los animales. Aristóteles estableció los criterios que rigieron las categorías de lo inerte y de lo vivo, así como la descripción de las facultades que gradualmente (scala naturae) permitían distinguir lo vegetal, lo animal y lo humano. Sin embargo Darwin no leyó a Aristóteles. Stott da argumentos para pensar que Darwin se equivocó al incluir a Aristóteles en su lista, puesto que Aristóteles nunca sostuvo tesis evolucionistas.
Stott aborda luego la cuestión de cómo se explicó en el pasado la presencia de restos fósiles marinos en las montañas. En el s. V a. C. Jenófanes y Herodoto habían barajado la posibilidad de que dichos restos hubieran sido dejados por efecto de inundaciones marinas en un pasado remoto. Esto es también lo que leemos en el Leicester codex, el libro de notas (adquirido en subasta en 1994 por Bill Gates) en el que Leonardo da Vinci, después de observar diversos tipos de moluscos, explica que estos no pudieron haber llegado a las cimas por el diluvio universal, sino que todo apuntaba a que en un pasado remoto dichos animales, por efecto de algún cataclismo, habrían vivido en el fondo marino. En la segunda mitad del s. XVI, el ceramista hugonote parisino Bernard Palissy compartió esta hipótesis en su tratado Discursos maravillosos. El argumento se traslada después a los Países Bajos de mediados del s. XVIII, centrándose en las observaciones del privatdozent ginebrino Abraham Trembley y en la correspondencia que este mantuvo con su sobrino Ch. Bonnet y su amigo P. Lyonet. Stott pone de relieve el desafío taxonómico que supusieron los experimentos de Trembley con los pólipos, esos seres que, aunque se movían, parecían pertenecer al reino vegetal y que pese a poder moverse eran capaces de regenerarse por sí mismos cuando se los dividía, tal y como hacen las plantas. Por medio de la experimentación, Bonnet fue el primero que dio repetida prueba de la reproducción asexual — un áfido, aisladamente, era capaz de reproducirse sin necesidad de fertilización por parte del macho (partenogénesis). Con esto Bonnet desterró la creencia en la universalidad de la reproducción sexual.
Más adelante la atención se traslada a la obra del consul Benoît de Maillet, Telliamed, o conversaciones entre un filósofo indio y un misionario francés sobre la disminución del mar, la formación de la Tierra y el origen de los hombres y de los animales (publicada postumamente en Holanda en 1748). El cargo diplomático que ostentava Maillet le permitió viajar por Egipto y constatar que el nivel del mar estaba sujeto a cambios importantes en periodos relativamente breves de tiempo. Telliamed fue el primer relato transformista de la historia, el primer intento razonado de explicar que la Tierra tenía millones de años de antigüedad y que todos los animales, también el hombre, procedían de primitivas criaturas marinas por medio de una transmutación de tipo selectivo. La obra de Maillet puso sobre la mesa toda una serie de cuestiones que causaron gran revuelo científico: cuál era el parentesco entre el hombre y los animales? Han sido las especies siempre así tal y como las conocemos? Cómo puede la materia devenir algo vivo? En 1993 una copia del Telliamed fue hallada en la casa de Ch. Darwin en Kent, el ejemplar contenía marcas verticales a lo largo de aquellos párrafos que hablaban de la transformación de los peces en aves, de cruces entre hombres y primates y de que todas las especies han aparecido por medio del cambio y sin ningún tipo de intervención divina. En el séptimo capítulo Stott analiza en qué sentido Denis Diderot y el enciclopedismo de mediados del s. XVIII contribuyeron a la difusión del evolucionismo. En su obra El hombre máquina (1747) Julien Offray de La Mettrie afirmó que no solo toda la materia contenía en sí misma las capacidades para producir su organización, sino que en todo ello no había atisbo alguno de actividad espiritual.
Stott trata después la figura y la obra del doctor Erasmus Darwin, el abuelo de Ch. Darwin. Fascinado por la orografía del condado de Derbyshire, atravesada por largas galerías, E. Darwin quiso dar cuenta de los numerosos restos fósiles (petrifications) que hallaba. Por eso leyó con gran atención el tratado Teoría de la Tierra (1788) en la que James Hutton exponía una descripción dinámica y progresiva de la formación de la Tierra y de la cortex terrestre. En el capítulo titulado Generación de su libro Zoonomia, o Leyes de la vida orgánica (1794), E. Darwin trató de demostrar que, después de millones de años de adaptación, todas las especies descendían de unos diminutos filamentos acuáticos unicelulares que moraron en los mares prehistóricos. Años después, en su The Temple of Nature, or The Origin of Society, a Poem with Philosophical Notes (1803) E. Darwin ahondó en las misma intuición. En el noveno capítulo Stott hace hincapié en las ideas transformistas de tres miembros del Jardin des Plantes de París: Georges Cuvier, Jean-Baptiste Lamarck y Etienne Geoffroy Saint-Hilaire. A diferencia de lo que los naturalistas habían venido haciendo hasta entonces, para Cuvier el origen de la vida tenía que buscarse en la estructura interna de los cuerpos de los animales y no en su aspecto exterior. En 1805 Cuvier expuso públicamente que el tiempo geológico debía concebirse como una serie de largos periodos entre los cuales se sucedieron grandes catástrofes, y que la especie humana habría aparecido recientemente, solo después de que el último de dichos cataclismos hubiera tenido lugar. Por otro lado, y tras años estudiando la relación entre algunos animales vivos y los fósiles de su enorme colección de invertebrados, Lamarck llegó a la doble conclusión de que todas las especies habían evolucionado a partir de especies extintas y que dicho proceso de mutación se daba de hecho en la naturaleza, que producía continuamente nuevas especies y organismos. En su Historia natural de los animales sin vértebras (1801) Lamarck afirmó que los fósiles eran las muestras de los cambios sucesivos que los animales habían experimentado en la superficie del planeta, y que todas las especies, también la humana, descendían de otras. En lo concerniente a los medios por los que se daban tales modificaciones (transmutaciones), Lamarck introdujo tres posibles variables: por medio de la acción directa de las condiciones físicas de vida, gracias al cruce de diversas especies, y en mayor medida, debido al hábito. Saint-Hilaire, por su parte, observó que independientemente del género al que pertenecieran, muchos esqueletos de los animales que estudiaba parecían compartir un mismo patrón arquitectónico.
El décimo capítulo versa sobre el médico escocés Robert Grant, de quien puede decirse que aglutinó toda la historia natural precedente. Para Grant la clave para entender los orígenes de la vida pasaba por estudiar los invertebrados marinos. Ferviente admirador de Lamarck, Grant estaba seguro de que las especies habían evolucionado a partir de organismos acuáticos primitivos. Grant leyó a E. Darwin y aprendió griego para saber qué fue lo que Aristóteles había dicho acerca de las esponjas. Después de minuciosas observaciones, Grant concluyó que algunos de los orificios de las esponjas actuaban como orificios fecales mientras otros poros eran usados para ingerir alimento; las esponjas contaban así con uno de los procesos básicos para ser incluidas en el reino animal: la digestión. Sin embargo, la falta de sensibilidad que manifestaban estos organismos marinos los situaban en un lugar intermedio entre el reino vegetal y el animal. En 1827 Ch. Darwin descubrió que los huevos de los zoófitos disponían de órganos minúsculos que les permitían desplazarse, por lo que las esponjas debían considerarse animales de pleno derecho. La autora retrata a continuación el ahínco con el que Ch. Darwin intentó acumular evidencias para proporcionar una explicación suficientemente elaborada del mecanismo por el que las especies se adaptaban, evolucionaban y se diversificaban a lo largo del tiempo. Con ello Darwin trató de sistematizar sus ideas y de enmendar algunas lagunas que encontró en la obra de R. Chambers Vestigios de la historia natural de la Creación (1844), bra que no contemplaba fenómenos tan importantes como la coevolución o la coadaptación.
El último capítulo del libro toma como objeto a Alfred Russel Wallace, naturalista contemporáneo a Ch. Darwin. Después de haber leído el Ensayo sobre el principio de la población de Th. Malthus y tras su estancia en el archipiélago malayo, que le llevó a postular la existencia de grandes areas de supercie terrestre en las que las especies parecían haberse desarrollado de manera aislada por largos periodos de tiempo (ecozonas); Wallace llega a la conclusión de que en la naturaleza los mejor adaptados tienden a sobrevivir. En una carta de 1 de mayo de 1857 Darwin expresa a Wallace el hecho de que pese a que ambos hayan llegado a resultados similares él lleva trabajando en la cuestión del origen de las especies desde hace más de 20 años. La Linnaean Society reconoció “la paternidad” de la teoría a Ch. Darwin, dado que este había anticipado sus tesis acerca del origen de las especies en un ensayo de 1844 que no había sido publicado.
El lector avezado a la literatura científica puede que encuentre el libro de R. Stott un tanto retórico, o que incluso se extrañe al encontrar alusiones a situaciones y personajes que, por lo general, acostumbran a quedar fuera del “discurso científico duro”. Stott pertenece a lo que en el ámbito anglosajón se conoce como ‘Intellectual History’, una corriente interpretativa de la historia que se caracteriza por comprender el fenómeno científico como inserto en un marco ideológico, social e institucional amplio. La persona interesada en la historia del ‘evolucionismo biológico’ encontrará en este libro una introducción amena y completa en la que, con un estimulante tono literario, se mencionan y estudian desde una particular perspectiva los autores y obras más importantes para comprender los predecentes del pensamiento darwiniano. Darwin’s Ghosts cuenta con un profuso aparato crítico de notas, completísimo en lo que a fuentes epistolares se refiere (muchas consultables en línea); así como también con una exhaustiva bibliografía por capítulos que permite profundizar en asuntos particulares. Es cierto, no obstante, que la autora no tiene un conocimiento directo de las fuentes de las que habla en los dos primeros capítulos, cosa que dificulta la contrastación e impide ver el influjo real que Aristóteles y al-Jahiz — autor del Libro de los seres vivientes (847-867 d.C.), en el que se habla de la supervivencia de los especímenes más aptos — pudieran haber ejercido en el pensamiento de Ch. Darwin.
Jordi Crespo Sumel
Universidad de Cagliari
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