RESEÑAS DE LIBROS/BOOK REVIEWS

 

RESEÑA DEL LIBRO "OBSERVING BY HAND: SKETCHING THE NEBULAE IN THE NINETEENTH CENTURY"

 

Nasim, Omar W. Observing by Hand: Sketching the Nebulae in the Nineteenth Century. Chicago y Londres, The University of Chicago Press, 2014, 304 páginas [ISBN: 978-0-226-08437-4]

 

Hace ya dos o tres décadas al menos que la historia de la ciencia (si no la historia en general) se ha estado afianzando en lo que podríamos llamar un paradigma material. Hemos pasado de interrogar en exclusiva las ideas, algo desencarnadas, de los grandes científicos a interesarnos por las cosas mismas, aquellas que rodeaban a los hombres y mujeres del pasado que, de un modo u otro, participaron en la producción y transmisión del conocimiento. Los objetos del saber no siempre tiene historias heroicas: telescopios averiados sin remedio, especímenes perdidos en naufragios, libros que los autores creen escribir pero que un buen número de agentes (de impresores a correctores) acaban por producir. Y sin embargo hay un objeto, posiblemente el más ubicuo de todos, que aún parece resistírsenos a los historiadores de la ciencia: los papeles mismos (las notas, apuntes, garabatos y bosquejos) que todo investigador produce para recordar y elaborar una idea que se nos ha ocurrido, un pasaje que hemos leído, o un fenómeno que hemos observado.

Observing by Hand de Omar W. Nasim es un libro sobre cómo la observación científica, tema privilegiado de la más reciente historia de la ciencia, no es sólo cosa del ojo, sino también (y sobre todo) de la mano que registra, que anota, que bosqueja. Nasim nos narra una historia fascinante: la de cómo una serie de astrónomos del siglo diecinueve trataron de capturar un objeto lejano y confuso, las nebulosas, a base de dibujarlos. Aviso a navegantes: es un libro especializado, centrado en un período y una práctica específicos. El lector no encontrará grandes panorámicas sobre la historia de la representación visual de los cielos. Pero Observing by Hand es un trabajo sofisticado y con fuerza, que revisita temas clásicos (observación, cultura visual) con una perspectiva lúcida y extremadamente sólida, al tiempo que amplía poderosamente los horizontes de investigación en historia de la ciencia. Puede que sea un caso de estudio concreto y situado, pero a buen seguro que su lectura recompensará a cualquier historiador de la ciencia.

Observing by Hand es original en muchos aspectos. El afortunado título para empezar, algo así como “observar a mano,” pues un gesto aparentemente inmaterial como observar, nos recuerda Nasim, es un arte manual. O el objeto mismo que estudian los protagonistas de su historia, las nebulosas: entes tenues, ambiguos y escurridizos a la mirada científica. Pero hay dos aspectos en particular que resultan cruciales en el panorama historiográfico actual. Primero, el autor da profundidad a la imagen científica: frente a los estudios visuales de la ciencia que son incapaces de ir más allá de la superficie de una imagen concreta (infiriendo conclusiones a base de comparar con otras su estilo, modos de representación, etc.), el libro argumenta que cualquier representación es el resultado de una historia a menudo tortuosa, de muchos intentos, correcciones, ajustes y versiones. Segundo, y por la misma razón, Nasim desplaza el foco de atención de la imagen acabada a la imagen privada o de trabajo (“working image,” lo llama él, o el bosquejo que no aspira a otro público que el del solo autor que lo produce), y nos recuerda que fuentes tan abandonadas por los historiadores como los papeles de trabajo (notas, cuadernos, apuntes, listas, esbozos) nos permiten escribir historias muy distintas a las que se basan en un libro, una pintura, un instrumento: son historias de incertidumbres, de intentos fallidos, de métodos de trabajo elaborados y retocados sobre la marcha.

Observing by Hand consta de cuatro capítulos. El primero, “Consolidación y coordinación,” se centra en las dinámicas de trabajo en el observatorio del castillo de Birr, en Irlanda. A mediados de los años 1840, el aristócrata y astrónomo William Parsons (1800-1867), tercer Conde de Rosse, se hizo construir allí un colosal telescopio reflector (el más grande del mundo por aquel entonces) con una apertura de casi dos metros de diámetro. Rosse se rodeó de operarios que manejaban el mastodóntico instrumento y un nutrido grupo de asistentes (jóvenes astrónomos y en ocasiones artistas) que se sucedieron al ocular a lo largo de los años llevando a cabo el programa de observación diseñado por el lord. Las dimensiones del telescopio hacían posible algo prácticamente inédito: el examen de objetos celestes extremadamente imprecisos. Y nada más nebuloso que las nebulosas: ¿qué eran aquellas formas tenues y relucientes? ¿Cúmulos de estrellas? ¿Un material desconocido? Nasim sostiene que debido a la naturaleza elusiva de las nebulosas y al carácter colectivo del programa de Rosse, el dibujo se convirtió en un medio privilegiado para estabilizar una mirada plural a entes tan ambiguos como aquellos: es decir, para consolidar y coordinar las observaciones. A cada asistente de Rose se le asignó un libro de observación en el que tomar notas y bosquejar formas durante las largas horas en el ocular. Consolidación, porque los cuadernos permitían lo que Nasim llama un “proceso de familiarización”: fue a base de dibujarlas una y otra vez que las extrañas nebulosas empezaron a tomar forma. Coordinación, porque las notas y dibujos de cada asistente debían trasladarse a un único libro (algo así como un libro maestro, común a todo el programa), en el que se pulía y negociaba la representación definitiva de cada objeto observado.

Pero incluso para un equipo como el de Rosse (que contaba probablemente con el mejor instrumental del momento), estabilizar por medio del dibujo no estaba exento de controversia y dudas. ¿Cuál es el mejor modo de representar fenómenos naturales? ¿Por qué el dibujo, un medio al fin y al cabo creativo y personal? O simplemente: ¿cuál es el mejor modo de considerar imágenes como las de Rosse? ¿Cómo saber lo que representan? ¿Cómo inferir conclusiones a partir de ellas cuando pocos contaban con instrumental para observar por sí mismos las nebulosas? Éstas son las preguntas del segundo capítulo, “Uso y recepción,” una biografía de dos imágenes de un mismo objeto celeste: la Gran Espiral, hoy conocida como la galaxia Remolino o M51 en jerga astronómica. Mientras que una de las imágenes (basada en un dibujo de John Herschel de 1833) presentaba la M51 como una nebulosa de forma anular, la otra (la de Rosse, de 1850) descubría una morfología nunca antes vista en los cielos, la forma espiral, que iba a cautivar a científicos y artistas por igual. La famosísima Noche estrellada de van Gogh, por ejemplo, exhibe la nebulosa espiral en pleno cielo, ampliando así la realidad que el artista podía contemplar desde su habitación de un sanatorio mental provenzal con los más recientes descubrimientos astronómicos. Lo interesante del capítulo es que nos muestra cómo las lecturas de las imágenes de la M51 variaban ligeramente con cada nuevo uso. Nasim sabe prestar atención a un aspecto sobre el que la historia del libro ha sido particularmente insistente, pero que los estudios visuales ignoran con demasiada frecuencia: copiar, plagiar, editar, publicar, o simplemente manipular cualquier forma discursiva (ya sea un texto, una imagen o – ¿por qué no? – un objeto) no sólo la reubica en un nuevo contexto social e intelectual, sino que además altera su significado.

El tercer capítulo se centra en una forma particular de visualización: los mapas descriptivos, una puesta en imagen que incluía no sólo la representación de las nebulosas, si no también detalladas mediciones. Mapas descriptivos como los de John Herschel, por ejemplo, aspiraban a una representación pictórica susceptible de cálculos y mediciones. Nasim introduce aquí la noción de “concepción,” con la que se refiere al papel que este tipo de imágenes jugaba en la visualización de relaciones espaciales. Los mapas descriptivos, en otras palabras, permitían explicitar (o hacer visualmente evidentes) relaciones entre fenómenos astronómicos que, de otro modo, quedaban ocultos en la masa confusa de hechos observables. Pero no sólo eso: adoptando un tono de historiador intelectual, Nasim argumenta que inscripciones como estos mapas reflejan el modo en que sus autores razonaban sobre el papel, la forma en que digerían cognitivamente sus observaciones. Ésta es una importante diferencia con la fotografía, que no podía más que captar apariencias mientras que el dibujo permitía disciplinar no sólo la observación, sino también el pensamiento. Trazar líneas entre distintas nebulosas o delinear sus estructuras internas constituían gestos para coleccionar, conectar, reducir y procesar fenómenos celestes.

El cuarto y último capítulo se centra en demostrar cómo habilidades e instrumentos específicos influencian de manera crucial los resultados finales de las observaciones y de los procesos de visualización, pero también las conclusiones. William Lassell, por ejemplo, contaba con instrumentos únicos: sus telescopios de montura ecuatorial le permitían seguir un objeto en los cielos durante mucho más tiempo que Rosse o Herschel. Mientras que éstos borraron toda traza de los instrumentos que utilizaron, para Lassell el tipo de telescopio utilizado importaba: distintas condiciones de observación daban lugar a formas de representación. Otro caso es el de Wilhelm Tempel, el único artista de formación dedicado a dibujar nebulosas. Como Lassell con los instrumentos, Tempel quiso hacer evidente en las imágenes mismas algo que antes no lo era: que para dibujar hay que saber dibujar. Para Tempel, los que le precedieron no dieron suficiente importancia al efecto que las habilidades pictóricas de cada observador tenían no ya sobre el dibujo, sino sobre los argumentos científicos mismos.

Hay que decir que el tono teórico del argumento a lo largo del libro puede resultar en ocasiones abrumador, y uno puede llegar a preguntarse (sobre todo si se es más historiador que filósofo) por la necesidad de utilizar, como hace Nasim, conceptos teóricos relativamente nuevos (“procedimiento,” “familiarización,” “concepción”) para describir situaciones o actitudes que tal vez no necesiten nombre.

Sea como fuere, Observing by Hand constituye una lectura indispensable para cualquier historiador de la astronomía, especialmente para aquellos que se interesen por el Ochocientos inglés (la historia del alemán Temple en el observatorio florentino de Arcetri constituye una refrescante excepción en un estudio que hace uso mayoritario de casos británicos). Los expertos sabrán evaluar el argumento del autor en lo que respecta a la cronología mejor que el autor de esta reseña. Las décadas de 1820 a 1890 constituyen, nos dice él, un período distintivo de la práctica observacional: uno, sin embargo, ignorado con frecuencia en la historia de la representación visual de fenómenos celestes dada la tendencia a considerarlo desde nuestros estándares visuales actuales. La fotografía nos ha acostumbrado a visiones diacrónicas, acumulativas o topográficas de los cielos frente los modos sincrónicos de Rosse o John Herschel, que preferían el estudio focalizado y casi obsesivo de determinados objetos siderales.

Ésta es, precisamente, una de las claves más importantes del libro, uno de los aspectos que hacen de este trabajo algo más que un caso interesante para especialistas en la época o la disciplina. Nasim, de hecho, adopta la misma perspectiva que los protagonistas de su historia: frente a tendencias diacrónicas en la historia de las imágenes científicas (que comparan imágenes acabadas, mayormente publicadas, de una época con otra, y que tienden a buscar grandes líneas de cambio), Nasim tiene un ojo diacrónico: se centra en pocos casos de un período concreto, lo que le permiten observar la producción de sus fuentes en profundidad. Las consecuencias son fundamentales. Porque presta atención a los registros de la mirada científica —“no puede haber observación sin algún tipo de registro” (239)— y demuestra que el gesto ocular no es tan inmaterial como pueda parecer. Y porque explota la noción de observación en una miríada de etapas —registros, procesos, resultados—, lo que pone en duda influyentes narrativas que anclan la evolución de grandes nociones científicas (la de objetividad, por poner un caso) a un análisis de convenciones estilísticas. El trabajo de Nasim acaba cuestionando, aunque sea de manera implícita, todo estudio de historia de la ciencia que utilice imágenes sin interrogarse por su producción, circulación, y recepción. Prácticamente toda imagen, nos viene a decir, es una versión más entre otras muchas: los dibujos preparatorios que la preceden, de un lado, y las copias y apropiaciones por las que circula, de otro. Ignorar esto es focalizarse sobre un solo momento de la larga vida que tiene todo producto científico, gráfico o no.

Nasim nos da un buen ejemplo a este respecto. Puede que los distintos dibujos de nebulosas en aquella época nos parezcan similares hoy en día, nos dice. Pero cuando prestamos atención a los “procedimientos” (procedures, los llama él) por los que fueron creadas, empezamos a apreciar que se trata a menudo de modos de visualización radicalmente distintos. Los dibujos y litografías de nebulosas del Ochocientos son, como toda imagen, productos inferidos: el resultado de prácticas de producción, manejo, recepción. Algo que la mano hace y rehace. Una imagen, nos viene a decir, no es sólo superficie.

José Beltrán
Instituto Universitario Europeo, Florencia
Instituto Max Planck de Historia de la Ciencia, Berlín

 

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