RESEÑAS DE LIBROS/BOOK REVIEWS

 

RESEÑA DEL LIBRO "LIBRO DEL DESASOSIEGO"

 

Pessoa, Fernando. Libro del desasosiego, edición Jerónimo Pizarro, traducción, prefacio y notas Antonio Sáez Delgado, Editorial Pre-Textos, Valencia, 2014, 495 páginas, [ISBN 978-84-15894-48-3]

 

Desde que en el círculo aristotélico se escribiera el enigmático texto Problemata, héroes, sabios y poetas quedaron estigmatizados. Eran enfermos, personajes desgraciados, sobre todo eran diferentes. La distinción, con sus connotaciones positivas y negativas, procedía tanto de su temperamento psicológico, como de su constitución biológica: eran melancólicos. Hércules, Áyax o bien Sócrates tenían una estructura de personalidad, diríamos hoy, diferente. «Y la mayoría de los que se dedican a la poesía» (Aristóteles, Problemas, int., trad. y notas Ester Sánchez Millán, Editorial Gredos, Madrid, 2004, pp. 382-392, cita en 384). Los médicos lo explicarían, pues para Hipócrates, y luego para Galeno, la materia estaba formada por los elementos de Empédocles, que estaban dotados de propiedades (o cualidades) y se reunían formando los humores y estos los componentes del ser humano. Entre los fluidos humorales, el melancólico era el que marcaba a esos seres diferentes. 


Renacieron estas ideas en el círculo mediceo de Florencia por obra de Marsilio Ficino, buen conocedor de Hipócrates y Galeno, pero también de Platón y los neoplatónicos. Se recogen luego en el Examen de ingenios de Juan Huarte de San Juan, que influye en Cervantes, como mostró Mauricio Iriarte. También quizá en Robert Burton y su Anatomy of Melancholy a través de traducciones o adaptaciones como la inglesa de Carey y la latina del obispo jesuita Antonio Zara, Anatomia ingeniorum et scientiarum, quien también señala en el título con la misma palabra anatomía la importancia de la ciencia y la medicina en estos escritos. En el siglo XIX se complican estas ideas con Morel y Magnan y las teorías de la degeneración, luego con Maudsley y la epilepsia. Para aquellos la herencia y el medio ambiente —o bien, el pecado y la culpa— tenderían a degradar a la población, sobre todo entre las clases bajas (J. L. Peset, R. Huertas, “Del ‘angel caido’ al enfermo mental: sobre el concepto de degeneración en la obra de Morel y Magnan”, Asclepio, 38, 1986, 215-242). La epilepsia era también propia —aparte de los violentos criminales— de insignes hombres como Alejandro, César, o bien Napoleón. Si Hércules había oscilado entre la furia y la tristeza, dominando el imaginario griego, los tres grandes generales de la historia universal habían controlado el mundo en su época conocido. Aquel había descendido a los infiernos o bien había realizado trabajos femeninos con Ónfale, perdiendo su clava viril. Estos habían alcanzado el poder absoluto, para morir jóvenes o en forma desgraciada.


En el ochocientos están de moda estas teorías, tal como muestra el éxito alcanzado por los libros de Cesare Lombroso en el sur y de John Ferguson Nisbet en el norte. Fueron muy leídos, pues muchos autores, como por ejemplo Émile Zola, se documentaban con cuidado en todo tipo de libros, incluidos los científicos. Y, si bien Freud indagará en el alma de los seres distinguidos, como Miguel Ángel o Leonardo da Vinci, todavía en Kraepelin se hablará de la melancolía, conviviendo ya con diagnósticos modernos, como demencia precoz y síndrome circular, o sea esquizofrenia y síndrome bipolar. Los libros de Kretschmer y Jaspers sobre la naturaleza de los genios mostrarán que hasta hoy llegan estas ideas. Lo mismo se puede decir del rastreo que María Bolaños hizo de la presencia de la melancolía en las modernas vanguardias. Hoy en día, de nuevo, el tema de la depresión triunfa por todas partes, en el arte y en la teoría, en el individuo y en la sociedad. Desde luego, en los divanes psicoanalíticos y en las consultas clínicas.


Sin duda, en el siglo XIX e inicios del XX hay dos mitos o grandes ideas sobre la evolución de la sociedad humana. Una corresponde más a los países del norte, es más burguesa y protestante; la otra a los del sur, siendo nobiliaria y católica. La primera piensa que desde una situación de baja condición —están detrás Darwin y los etnólogos anglosajones— se va ascendiendo gracias al esfuerzo hacia la mejora y el progreso. El abandono de la voluntad lleva a la degeneración, que se debe combatir con la eugenesia. La segunda idea se basa en que desde un paraíso, olimpo o arcadia original se ha decaído, se ha degenerado. En aquella se hace más hincapié en el esfuerzo, en esta en el fracaso y el pecado. Hay detrás temas clásicos griegos y romanos y también bíblicos. Desde luego científicos, como Galton, Morel o Magnan (J. L. Peset, Genio y desorden, Valladolid, Cuatro ediciones, 1999). Y, desde luego, Nisbet y Lombroso. De todos modos, como me sugirió en grato diálogo el profesor Luís Fernando de Sá Fardinha, más bien se trataría de las intenciones, del esfuerzo en un caso hacia la mejora, en contra del empeoramiento en el segundo. Tal vez sea esperanza o pesimismo. 


Esas dos obras de calidad semejante que leyó Pessoa son buenas representantes de estas ideas, una venida del norte —y que el poeta prefería— la de John Ferguson Nisbet llamada The Insanity of Genius y otra llegada del sur —que injustamente considera más divulgativa— la de Cesare Lombroso titulada Genio e follia. Eran libros de éxito en que se ponía toda esta tradición al servicio del consumo público, marcando para siempre a poetas, artistas y sabios, distinguidos con el apelativo de genios. Tanto es así, que el artista acepta esa consideración de diferente, incluso tomándola como distinción, como una medalla que premia sus esfuerzos y sus sufrimientos. Ahí encontramos la aceptación por el decadentismo. No solo se trata de Baudelaire, también de los escritores portugueses. Se ha traducido hace poco la novela de Mário de Sá Carneiro Locura… (1910) —un buen ejemplo— en la que un artista sufre esta personalidad patológica y sus consecuencias (Traducción y notas Marco Porras, Menoscuarto Ediciones, Palencia, 2010). Se mata al fin el personaje con vitriolo, se nos dice que no es un asesino: «era un loco, los locos según el código son irresponsables». Sin duda el autor —amigo de Pessoa— sintió todos esos dolores en su alma.


El poeta busca esas lecturas por diversas motivaciones. En primer lugar porque son libros de moda, incluso amenos, así Lombroso o Nisbet en esa época eran lo que hoy es Freud: un autor agradable y popular. Servían además para entender —como también hoy Freud nos es útil— la cultura y, no menos, el propio yo, es decir para la autointerpretación. Por tanto, una segunda intención de lectura es entenderse a uno mismo, no es extraño pues que en Génio e Loucura pueda hablar Pessoa de neurastenia o neurosis, de ciclo bipolar (Il libro del genio e della follia, ed. Jerónimo Pizarro y Giulia Lanciani, Mondadori Editore, Milán, 2012). Goethe afirma que la poesía es enfermedad, se repite en estas páginas, convencimiento que en expresión diversa se puede encontrar también en Platón o en nuestro Siglo de Oro. O bien se escribe allí sobre la diversa adaptación a la sociedad, sea el amor a la humanidad, o el nietzscheano hombre de acción, o superhombre. En este sentido hace Pessoa una división curiosa acerca del comportamiento de los artistas, entre unos que siguen a su nación, otros a su tiempo, o bien los que quieren cambiar las cosas. 


Es posible, en tercer lugar, que la creación de autores ficticios, la aparición de heterónimos, tenga algo que ver con estas lecturas. (María Xesus García, Tiburcio Angosto, “Los heterónimos de Fernando Pessoa y la búsqueda de la estabilidad”, Rev. Asoc. Esp. Neuropsiq., 1999, 19(69), 133-148). Antonio Diéguez señala la tradición del yo siempre dividido e incompleto, presente en Freud, Jung y Lacan. «En Pessoa, la creación heteronímica no es sino la búsqueda desde el imaginario, condenada de antemano al fracaso en su aspiración de completud, de todos los yoes posibles, fuentes inacabables de identificaciones que nunca cristalizan en identidad» (A. Diéguez, “Conocimiento e identidad en Fernando Pessoa”, Frenia, 7(1), 2007, 109-126, cita en última). Aparecen en Libro del desasosiego dos personajes Vicente Guedes y el ayudante contable Bernardo Soares, con quien parece identificarse por su inadaptación y gusto por la pintura y la música, por el estilo también. No domina este los sentimientos —se nos dice— y cuando piensa lo hace sintiendo (LD, pp. 478-481).


En fin, en cuarto, está un claro intento de interpretación de la creación literaria. Se inserta en esa larga tradición a la que me refería, que busca pensar qué es el creador, el artista, el escritor, incluso el hombre de acción. Se entienden así muchas afirmaciones de Fernando Pessoa, por ejemplo el afirmar que toda arte es degeneración, decadencia por tanto. Recuerda al Thomas Mann de los Buddenbrooks cuando presenta al pretendido artista Hanno como fin de estirpe, como antagonista de políticos y comerciantes. O bien nos dice el portugués en Génio e Loucura que el hombre genial es evolutivo. Están acá las dos concepciones a las que me refería, la posibilidad de insistir en la caída del paraíso o en la lucha por retornar a él, o bien crearlo. Algunos artistas se encuentran a gusto en esa degeneración, de ahí los artistas del mal, como Baudelaire, o los decadentistas como Huysmans, o bien Oscar Wilde. Pero para Pessoa el genio es resistencia, es una barrera contra el mal, contra el diablo en el mundo. Es por tanto Prometeo, Cristo, o bien el Ecce homo de Friedrich Nietzsche. En todas las autobiografías está ese sentimiento de culpabilidad, de autojustificación, de castigo y penitencia. 


Y ese mismo papel prometeico lo representa el hechicero Fausto, un personaje melancólico, melancólico y guerrero. Desde el primitivo germánico, cae el sabio en tristezas, porque fracasa en conocer el mundo, no puede gozar del placer, debe aceptar el pacto mefistofélico y la muerte como castigo. Son las tristezas de Cristo, las tentaciones de Satanás, el castigo de Prometeo. Es el pesar de la sexualidad, de la homosexualidad, del diablo y la serpiente. (LD, p. 149) Y también, sobre todo en la segunda parte del escrito por Goethe, es Fausto un guerrero que lucha apoyado por el demonio a favor del emperador. Además, está siempre presente ese libro en las guerras, que sus escritos sobrevuelan: los primeros del siglo XVI en las de religión y nacimiento de fuertes naciones con poderosos monarcas, el de Goethe en las napoleónicas y del fin del antiguo imperio, los de la familia Mann —Klaus con Mephisto y Thomas con Doktor Faustus— en la segunda mundial. Pero faltaba la gran guerra, durante la que se publica La metamorfosis de Franz Kafka. Poco antes se imprime una bella y apreciada edición de Faust, la de Jena. Pero además, a caballo sobre la guerra están los escritos de Pessoa.


Ludwig Scheidl en su libro sobre Fausto na literatura Portuguesa y Alemã (Instituto Nacional de Investigación Científica, Coímbra, 1987) mostró la adaptación de este personaje a la cultura lusa, así a través de A. Garret y T. Braga, pero ha sido Teresa Sobral Cunha la que ha fijado el texto pessoano, que se pudo luego ver en las tablas en Lisboa (Fausto. Fernando. Fragmentos, Teatro Nacional D. Maria II, versión teatral Ricardo Pais y António S. Ribeiro, texto T. Sobral Cunha, Tipografia Minerva do Comércio, 4 enero 1989). Fue un privilegio para nosotros asistir a este espectáculo, muy difícil sin duda por el conceptual lenguaje de Pessoa. Ahí quedan en sus versos todos los restos de la tradición fáustica, así las estaciones a través del fracaso ante el misterio del mundo, el horror del conocimiento, la duda y el error, la quema de libros; el desengaño en el placer amoroso, el temor al amor y al otro y el miedo a la muerte. En fin, la magia y el pacto con el diablo, quien representa el inevitable mal en la Tierra (LD, pp. 40-41 y 46 sobre muerte, sobre ocultismo 148).


Y no menos encontramos, como en Génio e Loucura, la enfermedad del poeta, el sufrimiento mental y, junto al necesario lamento, la rebeldía, la desesperación y el inconsciente, los sueños —en quien leyó a Freud—, con su papel necesario en la ciencia, en la poesía, en la búsqueda de los cielos. Es el decadentismo, el nihilismo, el neorromanticismo, el arte por el arte. Sus luchas entre romanticismo y clasicismo, entre naturaleza y progreso, campo y ciudad (LD, pp. 55-56 y 261). La crisis del hombre de fin de siglo y de la I guerra mundial que se traduce en la angustia del poeta, ese dolor que el lector cree verdadero. Pero Pessoa es luchador, el genio debe ser barrera ante el mal, nos dice. Es el Ecce homo de Nietzsche, Cristo en fin. También es Prometeo, quien acaba con el Olimpo clásico según el alemán. Como señalaba José Adriano de Freitas Carvalho es el camino de los intelectuales hacia la preocupación y su intervención pública.


Sin duda todas esas lecturas, esas ideas que con cuidado anota como un buen lector, un buen estudiante en Génio e Loucura, junto con la pasión de Fausto (del Fausto Cristo) son reconocibles en las páginas de El libro del desasosiego. Este pretendido texto ha conocido muchas ediciones; como el prologuista aquí reconoce, hay tantos libros como editores. Autobiográfica, como toda obra poética (o de un poeta), nos afirma ese disgusto existencial pessoniano, melancólico estrictamente. Pretende que él mismo no se interesa, nos va a hablar de él, afirma, pero no interesa. Envidia a quienes pueden escribir una autobiografía (tal vez como Rousseau), pero él escribe sin hechos, sin vida. «Son mis Confesiones, y si nada digo en ellas, es que no tengo nada que decir». Y añade: «¿Qué debe alguien confesar que valga o sirva? Lo que nos ha pasado, le ha pasado a todo el mundo o solo a nosotros; en un caso no es novedad, y en el otro no es comprensible. Si escribo lo que siento es porque así reduzco la fiebre de sentir. Lo que confieso no tiene importancia, porque nada tiene importancia. Hago paisajes con lo que siento. Me tomo vacaciones de las sensaciones.»


Tras esas rotundas frases, en que une naturaleza y sentir, juega ahora el poeta con labores y juegos, entretenimientos de mujeres, de niños también:

Entiendo perfectamente a las bordadoras por la amargura y a las que hacen punto porque hay vida. Mi tía vieja hacía solitarios durante las sobremesas infinitas. Estas confesiones de sentir son mis solitarios. No los interpreto, como quien usa cartas para saber su destino. No los ausculto, porque en los solitarios las cartas no tienen exactamente valor. Me desenrollo como una madeja multicolor, o hago conmigo mismo figuras de cordel, como las que se tejen con las manos quietas y se pasan de unos niños a otros. Solo intento que el pulgar no estropee el lazo que le corresponde. Después le doy la vuelta a la mano y la imagen es diferente. Y vuelvo a empezar (LD, p. 248).

Escribe como afirmaba Robert Burton sobre melancolía para evitar la melancolía.


Me parece este un texto de enorme interés, que en otras ediciones se coloca antes —así por Leyla Perrone-Moisés—, pues es una declaración de intenciones. Si se desprecia el mundo y al prójimo, incluso a sí mismo, lo único que interesa es el dolor. «No me quejo del horror de la vida. Me quejo del horror de la mía. El único hecho importante para mí es el hecho de existir y de sufrir y de no poder ni siquiera soñarme totalmente fuera de sentirme sufriendo». Sería pues el desasosiego una queja, una expresión del malestar para el poeta. «Y este libro es un gemido» (LD, p. 44). El bardo es por este sufrimiento un ser superior, el Cristo o el Prometeo. «Porque dar valor al propio sufrimiento lo cubre con el oro de un sol de orgullo. Sufrir mucho puede producir la ilusión de ser el Elegido del Dolor» (LD, p. 37). Pero ni ahí se detiene en su desprecio. «Y cuando nos provoque angustia, detengámonos, para que el sufrimiento no nos dignifique o nos proporcione perversamente placer…» (LD, p. 55).


Esos juegos y esas labores en solitario nos adentran en la soledad del poeta Pessoa, encerrado en la contemplación, en el sueño: «El arte es un aislamiento» (LD, p. 85). Acepta taxativamente la soledad sin amor, así quiere abstenerse de la acción, evitar colaborar en la existencia del mundo exterior. «Ver y oír son las dos únicas cosas nobles que tiene la vida» (LD, p. 35, ver 30 y 40). El acercamiento al otro le da sueño, es un estímulo negativo, una angustia que lleva al bloqueo de pensamiento, a la pesadilla. «Estoy solo en el mundo. Ver es estar lejos. Ver claro es pararse. Analizar es ser extranjero. Todo el mundo pasa sin rozarme. Solo tengo aire a mi alrededor» (LD, pp. 231 y 275). No amar, no tocar la vida, estar sentado a la mesa de un café. «Sueño la vida real» (LD, pp. 42 y 45). Y así el soñar es terapéutico: «He soñado mucho. Estoy cansado de haber soñado, pero no cansado de soñar. (…) En sueños lo he conseguido todo. También me he despertado, ¿pero qué importa? ¡Cuántos Césares he sido!» (LD, p. 476).


El sueño —como también se lee en el Fausto de Pessoa— es poesía, es refugio, curación además. «Haré de soñarte el ser poeta, y mi prosa, cuando esculpa tu Belleza, tendrá melodías de poema, curvas de estrofas, el esplendor repentino de los versos inmortales» (LD, p. 40). Es una religión, que el gesto, el esfuerzo mata. «Vivir del sueño y para el sueño, deshaciendo y recomponiendo el Universo distraídamente, como prefiera el momento en que soñamos. Hacerlo consciente, muy conscientemente, de la inutilidad (…) de hacerlo» (LD, p. 57, ver 26-29 y 35). El poeta avanza por grados desde la lectura de libros, hasta la creación de personajes. «El grado más alto del sueño es cuando, creado un cuadro con personajes, vivimos todos ellos al mismo tiempo, somos todas esas almas conjunta e interactivamente.» Y añade: «Es increíble el grado de despersonalización y de pulverización del espíritu al que conduce todo esto, y es difícil, lo confieso, huir de un cansancio general de todo el ser al hacerlo… ¡Pero el triunfo es tan grande!» (LD, pp. 80-83, citas en última). Parece poco —el sueño y la poesía— pero es lo único y por tanto debe ser protegido. «He fundido en un único color de felicidad la belleza del sueño y la realidad de la vida. (…) Matar el sueño es matarnos. Es mutilar nuestra alma. El sueño es lo que tenemos realmente de nosotros, impenetrable e inexpugnablemente de nosotros» (LD, pp. 45-46).


Porque esa infecunda vivencia en el sueño, no es acción ni gesto, no contamina ni hiere, pero es la más valiosa poesía:

Los compradores de cosas inútiles son siempre más sabios de lo que se creen: compran pequeños sueños. Compran como niños. Poseen todos los pequeños objetos inútiles, que les hacen señas para que los compren cuando saben que tienen dinero, con la actitud feliz de un niño que recoge conchas en la playa: una imagen que refleja mejor que ninguna toda la felicidad pueril. ¡Recoge conchas en la playa! Para el niño nunca hay dos iguales. Se duerme con las dos más bonitas en la mano, y cuando se pierden o se las tiran —¡qué crimen!, ¡robarle un pedazo exterior del alma! ¡arrancarle un trozo de sueño!—, llora como un Dios al que le robasen un universo recién creado (LD, p. 37).


El poeta soñador, el funcionario que bebe y camina viendo y escuchando se plantea la idea muy distante del genio al que coloca junto a los reyes, emperadores, «jefes del pueblo», santos, prostitutas, profetas y gentes ricas… del otro lado están ellos: la humanidad, mozos de carga, aprendices de cajeros y barberos, «el chapucero dramaturgo William Shakespeare», «el maestro de escuela John Milton», «el vagabundo Dante Alighieri, los que la muerte olvida o consagra, y de los que la vida se ha olvidado de consagrar». No cree en la distinción entre burgueses y pueblo (como afirman los revolucionarios), gobernantes y gobernados. Se distingue entre adaptados e inadaptados, el resto es literatura, mala literatura. Se consuela en su oficina con estos compañeros, entre quienes incluye a Cristo, pero no al consejero Goethe, tampoco al senador Víctor Hugo, ni a los jefes Lenin y Mussolini (LD, p. 204-205, cita en esta). 


Se asombra ante un gran hombre con aire de comerciante, cara de fatiga, por pensar demasiado, o bien vivir sin higiene, con gestos normales, mirada viva (pues no es miope), voz confusa quizá principio de parálisis general. Estas afirmaciones nos remiten a la antigua tradición a la que me he estado refiriendo, que surgida en el círculo aristotélico llegaba a él a través de Ficino, y más tarde Tissot, o los más cercanos Lombroso y Nisbet. Era un legado que se basaba en las llamadas sex res non naturales que comenzadas en Hipócrates se canonizan en Galeno y que, siglos después, se transmutarán en la higiene privada, es decir las normas adecuadas de vida. Los hombres distintos, superiores, saltarán esas leyes (como el criminal o la prostituta para Lombroso, el superhombre para Nietzsche) con o sin sentimiento de culpa. Esas alusiones a pensar demasiado, o a vivir sin higiene, están sin duda justificadas por esta herencia. Vigilias y demasiada lectura, nutrición difícil o inconveniente, poco ejercicio o inadecuada sexualidad, malos sueños y pasiones amargan la vida de estos personajes. 


Pero otras afirmaciones son también de interés, así cuando se refiere a la posible parálisis general. Se podría tratar de una referencia a las consecuencias, a las últimas fases de la sífilis. Se sugiere por los editores que el texto podría ser de 1931 y, poco después, en Doktor Faustus el germano Thomas Mann hablará de un artista que busca esa enfermedad —diabólica como Mefistófeles, que ofrece el amor— y a su través la posibilidad de la creación musical. También Gregorio Marañón en su biografía del conde duque de Olivares señalará una posible enfermedad sifilítica como base de algunos grandes hombres, llamándola en brillante frase colaboradora de las musas de la gran historia. Si bien, no olvidemos que discutirá los problemas oftálmicos del Greco. La enfermedad —como asimismo Kretschmer y Jaspers señalaron— podría estar en la base del arte y del saber, al menos está en la vida de todo artista y sabio. También la muerte hace poco del matemático John Nash puede movernos en ese sentido.


Pero Fernando Pessoa es consciente de que si bien la enfermedad es compañía —e incluso cambia (empeora o mejora) su pensamiento, sentimiento y conducta— de hombres distinguidos —y de todos los hombres y mujeres—, el divino soplo creador no radica esencialmente allí. «Sé bien que de los grandes hombres no hay que hacerse esa idea heroica que se forman las almas sencillas; que un gran poeta ha de ser Apolo en el cuerpo y un Napoleón en la expresión; o, con menos exigencias, un hombre distinguido y con un rostro expresivo». El poeta aislado, consciente de su valor, se consuela con gentes corrientes, pero también con genios dolientes. Se cuenta con la inspiración, pues sabe que están «investidos misteriosamente de algo interior que les es exterior, y que no hablan, sino que se habla en ellos, y la voz dice lo que sería mentira si lo dijesen ellos» (LD, pp. 402-403). La voz del poeta es y será un misterio, que siempre al fin nos llega, no se sabe el porqué.


 

José Luis Peset
IH – CCHS - CSIC

 

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