OBITUARIO/OBITUARY

 

IN MEMORIAM
EMILIO BALAGUER

 

Cuando escribo estas líneas, a petición de la dirección de la revista, hace casi un año que Emilio Balaguer nos dejó, en Mayo de 2014. Cuando camino por los pasillos del departamento que tantos años compartimos en el campus de Sant Joan d’Alacant aún me parece imposible que no vaya a salir de su despacho y hacer alguno de sus comentarios irónicos, legendarios entre los que hemos convivido con él. Por una serie de cuestiones, relacionadas con los diferentes lugares en los que Emilio y Rosa Ballester desarrollaron su labor, las universidades de Valencia, Zaragoza, Alicante y, por último, la Miguel Hernández de Elche, he sido el que, tras sentirme atraido por su magisterio, más tiempo he permanecido junto a ellos. Sigo con Rosa. Espero que todo el tiempo que lo permita la legislación universitaria.


¿Qué recuerdo de Emilio? Tras 31 años de relación, por supuesto, muchas cosas. Pero quiero resaltar la más importante, -me permitirá el lector-, una muy personal, que creo describe lo que fue Emilio Balaguer como historiador de la medicina en particular y como universitario en general. Se trata del inicio de la peripecia que me llevó de alumno interno de Biología Celular a proyecto de historiador de la medicina. Fue, cuando en tiempo de desolación, Emilio me acogió y me guió para hacer mudanza, con una gran generosidad intelectual y, sobre todo, personal.


Rosa Ballester y Emilio Balaguer, tras formarse como historiadores de la medicina, junto a José Mª López Piñero y Luis García Ballester, se incorporaron a la naciente Universidad de Alicante, tras unos años en la Universidad de Zaragoza, a inicios de los años 80 del pasado siglo. En 1983 comencé 4º de Medicina en esa universidad. Creo que como casi todos mis compañeros ignorábamos que había una asignatura de historia de la medicina en la carrera ¡Una maría un tanto inútil! La impartían Emilio y Rosa. No la afronté con disgusto. Había pasado dos veranos de bachiller vaciando protocolos notariales, fascinado por el ímpetu investigador de mi profesor de historia, aunque esa actividad no me había llevado a las humanidades. Me gustaban demasiado las ciencias, o eso pensaba yo. Pero ese curso, ya totalmente clínico, me sumió en la zozobra. Mi segundo año de prácticas hospitalarias me estaba convenciendo de lo errado de mi tiro al elegir estudios. No era que no me gustase la medicina, es que no me veía en un hospital, ni sujeto al reduccionismo biologicista que me comunicaban mis profesores. La angustia no me dejaba dormir y en mis insomnios me refugié en la literatura. Leí Rayuela varias veces, como mandan los cánones, en diferente orden. Frecuenté a Mujica Laínez, a Borges, a Octavio Paz, a Böll,…. hasta que, no recuerdo como, cayó en mis manos Sábato. Tardé un poco en llegar a “Sobre héroes y tumbas” pero llegué, y mi angustia se concretó, mi soledad tomó forma y creció mi desolación. Pero, Sábato había estudiado Física…. ¿Se podía cambiar de caballo a mitad de carrera? Yo no sabía cómo hacerlo. Y ahí apareció Emilio. No creo que nadie que la conozca deje de sentirse atraído por el talante universitario y personal de Rosa Ballester. Pero he de reconocer que en aquel invierno de 1984, según iban alternándose Rosa y Emilio en las clases de Historia de la Medicina, fue este último el que me fue comunicando que otra medicina era posible. Él no lo sabía al principio, claro está. Yo era un alumno más. Pero nos ofreció la posibilidad de hacer un trabajo de folk medicina y a él me acogí como un náufrago a una tabla. Se trataba de un tema que no me resultaba familiar. Emilio lo presentaba como algo fundamental para entender a los pacientes y como una forma de escudriñar la cultura. Por fin algo más que los anticuerpos y el diagnóstico diferencial. Tan fuerte me así a esa posibilidad de salvación que hoy dia la folk medicina sigue siendo, reevaluada y reformulada, una de mis principales líneas de investigación. Inicié así mis conversaciones con Emilio, a apercibirme de su inteligencia, de su pasión por la historia, y también de su ironía, que entonces me aterraba, y que con el tiempo aprendí a disfrutar. Salvé 5º de Medicina, como pude, con más insomnio, con más literatura, y al iniciar 6º me decidí. Tenía que volver a Emilio. La figura del alumno interno, tras mis escarceos con la Biología Celular, me permitió acercarme a la Historia de la Medicina. Emilio me ofreció entonces hacer una tesina sobre folk medicina en la Vega Baja del Segura, en el marco de un proyecto financiado por el Fondo de Investigaciones Sanitarias de la Seguridad Social (FISSS). Y vi el cielo abierto. Me lancé con todo lo que tenía. Lo martiricé con preguntas y dudas que contestó con paciencia y sonrisas, sabedor de que me estaba atrapando. Logré sacar adelante el trabajo, con gran sufrimiento, cada vez más consciente de mis carencias. Cuando me devolvió el borrador y me sonrió para darme el visto bueno creo que supe que Emilio no solo daba la aprobación a la tesina sino también, a mi intención de dedicarme a la investigación histórico-médica. Y así fue. Emilio me puso bajo su protección, me buscó una beca de investigación del FISSS que me permitió incorporarme a la universidad en noviembre de 1985. Posteriormente me aconsejó, como él aconsejaba, dándolo por hecho, solicitar una beca de Formación del Personal Investigador. Diseñó mi proyecto de tesis sobre Medicina Doméstica en la España de la Ilustración y movió los hilos para que la comisión de la Universidad de Alicante que debía otorgar las becas, venciese su resistencia a dedicar una a la historia de la medicina. Feliz, el 1 de enero de 1986 pase a ser el becario de Emilio y Rosa. En poco más de año y medio Emilio me había dado una senda por donde andar, un camino que había perdido. No escribiría hoy estas líneas si él no hubiera tenido la sensibilidad de dar cobijo a un joven perdido que no encontraba su norte ni en los laboratorios ni en las salas de los hospitales y que encontró su casa en los provisionales anaqueles del pequeño local que era la División de Historia de la Medicina de la Universidad de Alicante. A partir de ese momento otros, muy importantes en mi vida, me apoyaron para seguir y salir adelante con la tesis y luego con sucesivos puestos docentes en la Universidad de Alicante: Rosa Ballester, Josep Bernabeu, hoy Catedrático de Historia de la Ciencia en la Universidad de Alicante; Francisco Bolumar, hoy Catedrático de Medicina Preventiva y Salud Pública de la Universidad de Alcalá; pero quien me enseñó la dirección fue Emilio.


Los años, muchos ya, en la Universidad Miguel Hernández de Elche, supusieron, lógicamente, una colaboración menos estrecha que la de aquellas dos últimas décadas del siglo XX. Como su hijo, Pau Balaguer Ballester, dijo en su funeral, en lo cotidiano, especialmente en los últimos años, lo más elocuente de Emilio eran sus silencios. Sin embargo, él seguía animándome, como cuando me persuadía para que participase más activamente en la gestión de la Facultad, quizá con la esperanza de que siguiese su estela, pues fue durante cuatro años Decano de la Facultad de Medicina de la Universidad de Alicante. Emilio quería seguir ayudándome en el camino. Aún tengo una última conversación con la que quiero cerrar estas líneas. Se produjo hace ya más de dos años, cuando su salud ya estaba muy comprometida y vino a felicitarme tras ser acreditado para el Cuerpo de Catedráticos de Universidad. Me dijo, sabiendo lo poco optimista que soy, y las veces que me había tenido que ayudar a tomar distancia de mis preocupaciones: “Ves, todo vuelve a su lugar”. No lo entendí muy bien en ese momento, me pareció un sarcasmo, pero más tarde, sí. Para él era ‘casi’ el final del sendero que me había mostrado hacía 30 años. Pero solo casi. Me advirtió: “no te dejes birlar la cátedra que eres muy despistado”. Su socarronería de siempre, seguía ahí, como casi toda mi vida.


Al día siguiente de su muerte cuando pasé por su despacho solo pude sentirme huérfano. Aun me siento así. Gracias Emilio.

 

Enrique Perdiguero-Gil
Universidad Miguel Hernández de Elche
quique@umh.es

 

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