RESEÑAS / BOOK REVIEWS

 

Reseña del libro "La ciencia de Mayo: la cultura científica en el Río de la Plata, 1800-1820

 

De Asúa, Miguel. La ciencia de Mayo: la cultura científica en el Río de la Plata, 1800-1820, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2010. 251 páginas [ISBN: 978-950-557-831-3]

 

La historiografía argentina ha abordado el período correspondiente a la Revolución de Mayo de 1810 desde perspectivas y enfoques diversos, poniendo el acento ya sea en los procesos de descolonización y crisis imperiales, los contextos políticos, económicos o el rol que desempeñaron las elites ilustradas en aquel entonces. En el marco del bicentenario de la revolución que marcara el camino hacia la independencia Argentina en 1816, Miguel de Asúa —investigador principal del CONICET y profesor de la Universidad Nacional de San Martín (UNSAM)— propone revisar desde una mirada de la historia de la ciencia un aspecto poco explorado de aquel período, que versa sobre su cultura científica, entendida esta como resultante de los cruces e implicancias entre las culturas simbólica y material en el ámbito de la ciencia. En este sentido, La ciencia de Mayo. La cultura científica en el Río de la Plata, 1800-1820, se constituye como un trabajo pionero en su campo, que presenta una suerte de riguroso bosquejo temprano, al tiempo que reúne los elementos más sobresalientes e indispensable a tomar en cuenta de cara a trabajos posteriores.

Para abordar las particularidades y los rasgos que hacen posible pensar en una impronta local, dos preguntas esbozadas de manera explícita guían el trabajo: por un lado, se busca entender en qué consistía «hacer ciencia» hacia 1810, prestando especial atención a las instituciones y las redes de sociabilidad que se construyeron en torno a estas, los medios y las formas de comunicación y enseñanza, los aspectos materiales que hicieron posibles estos procesos y las vinculaciones existentes con los contextos políticos y económicos (locales y más someramente internacionales). Por otro lado, se propone estudiar y analizar la articulación de estas dimensiones, materiales y simbólicas, a la luz del pasaje entre los períodos pre y posrevolucionarios; es decir, durante la última época del Virreinato y los tempranos años de la Independencia. La presentación en registro de propuesta es tan sólo retórica, dado que los objetivos se cumplen con creces. Con estos fines, Asúa organiza su argumentación en ocho capítulos que se estructuran a partir de una serie de diversos —aunque siempre interrelacionados— ejes temáticos. Debido a la lógica expositiva mediante la cual se presenta el libro, no parece posible —o más bien no parecería fructífero— abordarlo en tanto partes o grandes núcleos conceptuales, sino más bien como un todo que sólo es posible de comprender mejor y en profundidad partiendo de una visión en perspectiva general, dado que avances, retrocesos, discusiones y referencias intratextuales abundan en la obra.

En el primer apartado, “El poder de la abstracción. Belgrano y las ciencias exactas”, Asúa aborda el papel de la ciencia como gestadora de actividades productivas y el rol fundamental que desempeñaban las matemáticas en este terreno, así como también el enorme e incansable trabajo del prócer argentino en la promoción y difusión de las ciencias exactas. Puesto que la enseñanza de las matemáticas estaba íntimamente relacionada con la actividad profesional, a lo largo del capítulo se centra la atención en las instituciones relacionadas principalmente con la navegación y la industria militar, entre las que se encuentran la Academia de Náutica (1799), que surgió a partir de la consolidación de la flota mercantil de Buenos Aires (gracias al espacio vacante generado tras las guerras napoleónicas), la Academia Nacional de Matemáticas dirigida por el Teniente Coronel Felipe Sentenach y la Academia de Matemáticas del Ejército del Norte, que contaría con el apoyo del General José de San Martín, entre otras. Un aspecto que se pone en relieve en torno a estas últimas instituciones inauguradas en los períodos posteriores a la Revolución de Mayo, es la reorientación de los objetivos que se irían apartando gradualmente de los fines comerciales, marcando una clara tendencia hacia el uso militar de los conocimientos científicos.

Por otro lado, las teorías y la enseñanza de las matemáticas reaparecen nuevamente en el séptimo capítulo, “La enseñanza de la ciencia”, aunque desde una perspectiva que centra la atención en el contexto universitario. Asúa destaca que si bien estas prácticas se impartieron con mayor tenor en las escuelas profesionales que en los ámbitos académicos en los años previos y siguientes a la revolución, la enseñanza de las ciencias ocupó también un espacio de cierta relevancia. En este sentido, revisa los modos de enseñanza de la medicina a partir de la historia del Protomedicato del Río de la Plata y plantea las diferencias en la transmisión del conocimiento en el ámbito universitario —que se presentaba más reaccionario, aunque reformado por el Dean Funes— y la escuela de medicina —que poseía una mirada renovadora—, la historia de la enseñanza de las matemáticas y la física, así como también los proyectos de los colegios con enseñanza científica en 1812. En ambos capítulos se problematizan cuestiones referentes a la enseñanza vinculada con la cultura científica, donde el recorte analítico y argumentativo se estructura a partir de las instituciones y las prácticas más que en torno a las disciplinas en sí. Por esto, por ejemplo, consideramos que para recuperar un panorama completo resulta imprescindible poner en diálogo y analizar ambos apartados, reparando tanto en las disciplinas, las orientaciones establecidas —en relación con los fines perseguidos—, así como también en las instituciones que lo hicieron posible.

Los espacios para la ciencia serán profundizados y analizados también en el segundo capítulo, “Las palabras y las cosas: libros y colecciones de historia natural”, que remite desde su presentación a una referencia ineludible al trabajo de Foucault, a la construcción de los discursos con pretensión de verdad y las condiciones materiales que lo hacen posible. En este sentido, la primera parte dedicada a “las palabras” presenta un panorama amplio y detallado de los libros que se encontraban en las bibliotecas del Río de la Plata, principalmente en la Biblioteca Pública de Buenos Aires, que abrió sus puertas en 1812, rastreando también la trayectoria de las donaciones que la hicieron posible, y los libros de ciencia de la biblioteca de Rivadavia. En la segunda parte —orientada hacia “las cosas”— centra su mirada en el Museo Público de Buenos Aires, inaugurado también en 1812 e íntimamente relacionado con la biblioteca, y en los cabinets de curiosités, colecciones privadas que pertenecían mayormente a los clérigos y albergaban un gran registro de las riquezas naturales. Asúa señala que si bien es posible —y también probable— que no todos los libros hayan sido leídos en profundidad, es de por sí interesante que existieran publicaciones específicas de ciencia en las bibliotecas de los políticos y que las diversas obras circularan aunque sea en círculos restringidos, estableciendo redes de sociabilidad que contaban con la ciencia entre sus ejes, así como también destaca que —si bien la mayoría de las colecciones de ciencia no pasaban de lo amateur— había otras, como la de Dámaso Larrañaga, que llegaron a alcanzar un «alto nivel de especialidad y producción» (p.71).

En “La cultura material de la ciencia: los instrumentos”, el tercer capítulo, el autor pone el acento en la descripción y análisis de los insumos materiales que modelaron la cultura científica destacando los instrumentos específicos de navegación que fueron utilizados para la demarcación del territorio del Río de la Plata, los gabinetes de física de funcionarios como Martín José de Altolaguirre (que pasarían a manos de la Universidad de Córdoba y serían uno de los ejes del enfrentamiento entre franciscanos y el clero secular, junto a las diferencias filosóficas y educativas), instrumentos específicos para el estudio de la meteorología y de los astros en general, así como también de la química y la fabricación de pólvora, una necesidad surgida y fortalecida a partir de la Revolución de Mayo.

“La difusión y la discusión pública de la ciencia” ocupa de lleno el cuarto capítulo, centrando su atención en la prensa de principios del siglo XIX, donde no faltaban publicaciones de carácter científico, mayoritariamente relacionadas con los tópicos también presentes en las bibliotecas públicas. En tanto los medios responden en cierta forma a aquello que sus lectores demandan, las cuestiones vinculadas con la ciencia que tenían una incidencia más bien directa sobre la sociedad eran muy bien recibidas, mientras que aquellas que requerían de un público más especializado no gozaban de la misma suerte ni volumen de circulación. Entre las publicaciones más relevantes de aquel período se encuentran el Telégrafo Mercantil, el Semanario de Vieytes y el Correo de Comercio de Manuel Belgrano, que tenían como audiencia una población que participaba de manera activa de la producción y la circulación de un discurso científico que Asúa propone considerar como «abierto». A diferencia de las concepciones vigentes del modelo dominante de la comunicación pública de la ciencia, «los ciudadanos participaban y contribuían con sus opiniones» (p.115) a la construcción del conocimiento, en sintonía con lo que ocurría en el escenario internacional —por lo que no se presenta como un rasgo meramente local— en una época signada por criterios de profesionalización y validación del conocimiento que difieren de los vigentes en la actualidad.

Así como para comprender en profundidad el lugar que ocupaban las matemáticas resulta necesario poner en diálogo diferentes apartados, un ejercicio similar se requiere para abordar la cuestión de “Los Naturalistas”, problematizada en el quinto capítulo, que recupera la labor científica de este grupo. Allí se destacan los propietarios de los cabinets de curiosités y los más influyentes viajeros que habitaron en las márgenes del Río de la Plata. Entre los primeros sobresalen el sacerdote Dámaso Larrañaga, uno de los más distinguidos de la región, quien intercambió conocimientos y objetos con otros clérigos interesados en la historia natural, como Bartolomé Muñoz y Saturnino Segurola, y también con Bonpland, poniendo así en contacto las esferas laicas y seculares; entre los segundos, el capítulo centra su atención en los viajeros Félix de Azara, Tadeo Haenke y Aimé Bonpland, quienes se consolidaron como referentes en la materia y cuyas historias permiten abordar cuestiones varias del estado de la ciencia en el período pre y post revolucionario. Se trata de una suerte de retorno al estudio de “las cosas”, pero esta vez con el eje puesto en los esfuerzos realizados por los naturalistas amateurs —y no tanto— en relación con los viajeros que contaban con formación académica europea y, en ciertos casos como el de Bonpland, de primera línea.

La capacidad de análisis y de ejercicios de experimentación de quienes hacían ciencia entre 1800 y 1820 es el tópico central del capítulo sexto, “Meteoritos y Experimentos”, que resalta la falta de instrucción en relación con el estudio de la ciencia por parte del gobierno español antes de la revolución y cuenta los acuerdos y desacuerdos respecto al descubrimiento de hierro de Santiago del Estero, que se comprobaría —años después— que se trataba de un meteorito, tal como proponían con muy buen criterio Esteban de Luca y Manuel Moreno. Por otro lado, se hace hincapié en la historia de Joseph Redhead, quien estudió la contracción del aire partiendo desde la altura hacia una zona a nivel del mar, dando lugar al «quizás único experimento propiamente científico llevado a cabo y publicado durante el período que nos ocupa (1800-1820)», la cual permite a su vez observar las diferencias referentes tanto a la enseñanza como a la práctica científica en el ámbito rioplatense y el europeo o estadounidense.

El octavo y último capítulo, “Contexto y Recapitulación”, aborda el contexto internacional en el cual toma lugar la cultura científica en el Río de la Plata, presentando el estado de la ciencia en las colonias inglesas en América del Norte —haciendo hincapié sobre todo en la figura de Benjamin Franlkin— y también Europa, especialmente en la Francia de la revolución, para finalizar con una lectura vinculante entre la situación científica local en relación con el panorama iberoamericano, donde Asúa destaca el precario grado de institucionalización de la ciencia, a diferencia de lo que ocurría en países como Perú, Colombia o México. Sin embargo, tal situación cambiaría a partir de lo que autor denomina como «la ciencia de Rivadavia», un período que se establece a partir de 1820 y en el que «se vislumbra una actividad científica más madura, independiente de la esfera militar, con mayor número de personas formadas, y los primeros intentos de una institucionalización duradera» (p. 199).

A partir de este recorrido original y una propuesta nobel en su área, es posible pensar que el trabajo de Asúa es a la cultura científica de Mayo lo que los primeros mapas a la cartografía. Nos presenta un primer acercamiento hacia un territorio poco y nada explorado, donde no sólo intenta delinear los primeros árboles, sino que también busca dar cuenta de un bosque extenso y complejo. En este sentido, el trabajo adquiere un valor especial. Un plus que alcanza por dar cuenta de las especificidades y las implicancias que tuvo la ciencia en las márgenes del Río de la Plata en tiempos revolucionarios, y por venir a ocupar un espacio en la biblioteca de los historiadores que, hasta ahora, se encontraba vacante.

 

Por Agustín Piaz
Centro de Estudios de Historia de la Ciencia y la Técnica José Babini, UNSAM

 

Cómo citar este artículo/Citation: Piaz, A. (2013). "Reseña del libro 'La ciencia de Mayo: la cultura científica en el Río de la Plata, 1800-1820'". Asclepio, 65 (2): r008. http://asclepio.revistas.csic.es/

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