RESEÑAS / BOOK REVIEWS

 

Reseña del libro "La Ciencia Española. Estudios"

 

Mandado Gutiérrez, Ramón E.; Bolado Ochoa, Gerardo (Dir.). La Ciencia Española. Estudios, Real Sociedad Menéndez Pelayo, Publican Ediciones, Santander, 2011, 348 pp. [ISBN: 978-84-8102-616-0 (Universidad Cantabria) ISBN: 978-84-938719-3-2 (Real Sociedad Menéndez Pelayo)]

 

 

Se ha conmemorado en 2012 el centenario de la muerte de Marcelino Menéndez Pelayo, el sabio santanderino. A quienes vivimos el franquismo, el Menéndez Pelayo neocatólico nunca nos abandonó. Nuestro encuentro con él fue precoz y constante, en sellos y billetes, más tarde en cada visita a la Biblioteca Nacional, en la que su exagerada estatua obliga a desviar el paso. En mi caso concreto, en el curso de preuniversitario de 1962-1963, uno de los temas monográficos era su figura y obra. El estudio me fue provechoso, en parte por el profesor, exigente, erudito e inteligente. También por mi afición a la literatura, al adentrarnos en nuestros grandes clásicos. Los otros dos temas, fueron para mí de menor aprovechamiento. Uno sobre las provincias africanas de España, sin duda propaganda franquista ante el miedo a la descolonización, que sería seguida pronto por la independencia y por un vergonzoso intento de olvido. En fin, el dedicado a la persona humana dejó en mí vagos recuerdos de Boecio o Santo Tomás. Tan solo la idea de que ese nombre procede de prosopon, la careta de los actores griegos, me ha sido sugerente. 


Desde luego, mi trabajo junto a Pedro Laín volvió a refrescar mis escasos conocimientos del cántabro, pues los escritos de mi maestro fueron esenciales para rescatar y revalorizar su figura. Laín apreciaba su obra de erudito investigador e insistía en la evolución del personaje, desde sus terribles diatribas de la polémica de la ciencia y de la historia de los heterodoxos, a las más cuidadas opiniones en la segunda edición de esta obra y al tratar más tarde a personajes antiguos y coetáneos con los que disentía. Ese estar entre dos aguas, entre progresistas e integristas, que ya comienza en la segunda etapa de la polémica, fue la misma angustia de Laín al estar entre estos mismos polos, cuando poco a poco fue moderando su posición. El papel siempre complejo de Pedro Laín, quien junto a Dionisio Ridruejo y Antonio Tovar intentó una transición amable, no fue siempre comprendido, como tampoco lo fue el de su admirado cántabro. Se sentía pues cercano a Menéndez Pelayo por su propia evolución y por su posición entre dos posturas de difícil reconciliación. Como señala en el santanderino, entre la exageración innovadora y la exageración reaccionaria, inspiradas en libros extranjeros. 


Sus primeros escritos son propios de un joven falangista en los primeros años triunfales, luego se matiza mucho, encontrándose, como estudioso liberal y abierto, ante los acosos de falangistas y católicos extremos. Su punto de vista aporta la creencia en una ciencia española, si bien no valiosísima, y en la necesidad de rescatar la tradición. Él conocía la médica —Valverde, Marañón— y la científica —Laguna y su Dioscórides—, terrenos ambos que ahondaría José María López Piñero. Pero era entusiasta de la ciencia positiva y sabía que era importante la apertura al extranjero (como los kraustistas), conociendo bien la universalidad del saber. De Laín he heredado el interés por la polémica de la ciencia española, a la que he vuelto repetidamente. De hecho, todos los historiadores de la ciencia, al menos los que nos preocupamos por la española, somos algo menendezpelayistas, defendiendo la existencia de una tradición científica propia. Desde luego, Laín aceptaba el entusiasmo de Menéndez Pelayo por el clasicismo y el humanismo, como excelente hipocratista y buen conocedor que era él mismo de muchas figuras españolas del renacimiento. Y también, no lo olvidemos, Juan Luis Vives fue retomado en época franquista. 


Esa identificación permitió a Pedro Laín Entralgo adentrarse bien en la figura del santanderino, con interés biográfico que luego retomaría para algunos clásicos, como Claude Bernard, William Harvey o Thomas Sydenham (con Agustín Albarracín), o bien para sus coetáneos como Gregorio Marañón, quien fue también excelente biógrafo. Se plantea Laín las bases del arte de la biografía, que equipara al del científico, por la necesidad de exponer los métodos que se van a emplear, “indagando los ‘problemas’ vivos de ese hombre”. Quiere averiguar “lo que” hizo, “cómo” y “por qué” lo hizo y “qué” lo movió a hacerlo. (Pedro Laín Entralgo, Menéndez Pelayo historia de sus problemas intelectuales, Segunda entrega de la serie “Sobre la cultura española”, Madrid, Instituto de Estudios Políticos, 1944, pp. 8-9) Para él dos temas son centrales en la obra del cántabro, el de generación y el del casticismo. Ambos eran cuestiones muy apreciadas por Laín, quien plantea con rigor la importancia de esa generación de sabios que renovó la cultura española en la segunda mitad del siglo XIX. Esa generación que renuncia a la polémica (como hizo más tarde el santanderino) y se dedica al estudio y al trabajo personal y a estar al día “españolamente”. En esta decisión, como en la evolución de la biografía de Pedro Laín, está implícita la necesaria “regeneración” (idea que surge en paralelo a la idea de degeneración), así como el recurso al trabajo y al estudio, sea el refugiarse en la estética en el caso del santanderino, sea en la historia en el del aragonés. 


Aquí se enlaza con el segundo tema principal de Menéndez Pelayo, acerca del modo de los pueblos de hacer ciencia: nos hablará del estilo, del “genio nacional”; en el caso español, del sentido práctico y la tendencia a la acción, del armonismo y el criticismo, del sentimiento del “yo” y el panteísmo. Plantea temas de casticismo, que en tiempos de la polémica de la ciencia están muy influidos por el fuerte racismo de Gobineau y en la postguerra por el del fascismo y los teóricos alemanes e italianos. Libra Laín al santanderino de esa posible lacra racista y se separa él mismo de un casticismo peligroso, pero será un tema al que volverá a través de Américo Castro. Para éste España surge de la confrontación de las tres castas que la conformaron. En continuo enfrentamiento, con mutuas influencias y rechazos, es el “vivir desviviéndose” en su “morada vital” la verdadera “vividura hispánica”. También quedaría Laín influido por la concepción de Castro de la historia como biografía, como descripción llena de sentido de una forma de vida valiosa. Era preciso entrar en el existir de quienes vivieron su propia vida, los sujetos-agentes históricos. (Julio Valdeón Baruque, “Castro Quesada, Américo”, Diccionario Biográfico Español, RAH, Madrid, 2009, t. XII, pp. 692-696)


Esa vida colectiva del pueblo de la Contrarreforma católica en lucha contra la Reforma protestante y contra los enemigos de dentro y fuera —la expulsión de las minorías, el gigantesco esfuerzo americano—, llevó a bellas producciones, pero no a sabias ciencias. Se retorna así a la falta de interés por la ciencia, social y personal. La libertad ignaciana o celestinesca convivió con la usura de una gastada nobleza, que esquilma la tierra y esclaviza a los siervos. Si la nobleza arranca los frutos a la tierra, la corona o la burguesía los metales ricos y útiles. Pero en fin, lo que es cierto es que cada nación produce o recibe la ciencia de una manera, lo que entronca hoy con los debates centro-periferia, de recepción de la ciencia. La ciencia, en su producción, difusión, enseñanza y aplicación recorre largos caminos a través de distintas y lejanas culturas, adquiriendo peculiares caracteres. Tal como se vio en la polémica, hay estilos de ciencia. 


La polémica había siempre atraído la escritura, no solo la de Laín. Nos podemos referir a una de las obras recientes, la de Gonzalo Capellán de Miguel y Xavier Agenjo Bullón (Eds.) Hacia un nuevo inventario de la ciencia española (Santander, Asociación de Hispanismo Filosófico, Sociedad Menéndez Pelayo, 2000). El nuevo volumen de estudios que ahora comento, siguiendo a otros consagrados a Los orígenes de la novela y a Historia de las ideas estéticas, recoge una reunión en Santander en otoño de 2010 organizado por la Real Sociedad Menéndez Pelayo y la Real Academia de Medicina de Cantabria, contando además con la colaboración de otras instituciones. Sin duda, es una aportación muy valiosa, que subraya aspectos importantes y nuevos de los escritos polémicos. Señala así el profesor Ramón Mandado en Menéndez Pelayo, entre otros, el valor de haber atendido a la ciencia anterior a la modernidad (el racionalismo y el empirismo), al tener en cuenta la necesaria conjunción de humanismo y filosofía, que se remonta a la antigüedad. Conjunción que incluía en esas páginas patriotismo y moral, el ethos intelectual. 


También señala como indudable valor la recuperación de noticias y fuentes españolas olvidadas (obras, personajes, hechos), así como de las aplicaciones y profesiones tecnológicas (incluyendo ingenieros, marinos, médicos, arquitectos, militares, etc.). Se consideraba así, el sustrato científico de una comunidad, ese “pequeño relato (el valor de la investigación local que no produce personajes o hechos publicitados con éxito, pero que existe y tiene una influencia social innegable y por tanto en la génesis de la cultura y en el devenir de los pueblos)”. Se tenían en cuenta las aplicaciones a las necesidades de la vida cotidiana de la comunidad, el ejercicio del poder, el influjo en la conciencia colectiva y en sus posibilidades de transformación, tanto de los éxitos como de los fracasos en el desarrollo de la ciencia. “Y es que no sólo el descubrimiento de las leyes naturales, o la formulación de principios, teoremas o cálculos o la creación de paradigmas de conocimiento y modelos epistemológicos, articula la historia de la ciencia, sino también los modos que todo ello tiene de incardinarse en la conciencia y en la sociedad humanas, en su dialéctica y su devenir, pues sin tales componentes, la de la ciencia sería una extraña historia sin historicidad”. (p. 10) 


La nueva publicación tiene por tanto para los historiadores de la ciencia un valioso y doble interés. Por un lado, se ha invitado a algunos de estos colegas a aportar sus puntos de vista. Por otro, se ha seguido la invitación de Marcelino Menéndez y Pelayo de estudiar las viejas monografías, muchas veces olvidadas por anticuadas, latinas o fuera de la ciencia moderna. El mismo mostró ese camino con su magnífico estudio sobre la Antoniana Margarita y, al parecer, hubiera querido ocuparse de Valles. En fin, tras una primera aportación de José Luis Abellán sobre la regeneración científica en el proceso de modernización española, son presentados algunos de los principales participantes en la polémica, así Manuel de la Revilla (F. Hermida de Blas), José del Perojo (P. Ribas Ribas), también algunos testigos como el novelista Benito Pérez Galdós (José Luis Mora García) y el naturalista Augusto González Linares (Carlos Nieto Blanco). La actuación de Menéndez Pelayo en defensa del Laboratorio de este en Santander es notable, pues lo estimaba como sabio que buscaba en los mares y en el laboratorio la nueva ciencia (Carlos Nieto Blanco, “Un krausista en el laboratorio. La aportación del naturalista Augusto González de Linares (1845-1904)”, Revista de Hispanismo filosófico, 15, 2010, 77-102). También es considerada la otra parte tomista de la polémica, en los trabajos de E. Forment y A. Alonso García. La discusión sobre la filosofía española de José Miguel Guardia, por Yvan Lissorgues, se completa con una aportación sobre la historia editorial de la obra, por Francisco José Martín.


Resulta muy inspirador el estudio de Gerardo Bolado, quien analiza el estilo de argumentación empleado en la polémica, así tipos de argumentos, fuentes empleadas, desarrollos dialécticos. Añade a la influencia de Laverde la recibida de la tradición católica de disputa, más historicista que hermeneuta, y la relaciona con la historia agustiniana. Concluye sosteniendo la inviabilidad de una polémica, trazada desde posiciones de principios y conceptos no conciliables sobre filosofía y ciencia. Insiste en la aportación del santanderino a comprender la ciencia española desde la historia, sus valores y decadencia, también al desarrollo de su bibliografía y cronología, su relación con la filosofía, en cuyo estudio tanto insiste Laverde también. Sin duda su trabajo fue acompañado de benevolencia ante esos científicos españoles, que trabajaron en penosas condiciones, con graves riegos muchas veces. También sin gran valoración pública y sin esperanzas de mejora social y económica. 


De gran interés en este volumen es la aportación de los historiadores de la ciencia, importante añadido en estos estudios, siguiendo las indicaciones del mismo Menéndez Pelayo acerca de la necesidad de estudios y monografías. En palabras de Víctor Navarro: “Todos los que nos hemos dedicado a reconstruir nuestro pasado científico tenemos una deuda importante con Menéndez Pelayo.” Así se produce en su propia biografía, desde su contacto con La ciencia española cincuenta años atrás, hasta su destacado papel en el grupo de historiadores de la ciencia de Valencia, que tras el magisterio de López Piñero ha continuado de alguna manera la labor del santanderino. La labor de búsqueda, elaboración y estudio de fuentes, diccionarios, así como en bibliografía, bibliometría, prosopografía, estadísticas… ha sido notabilísima. Además, con el mismo espíritu, se tienen en consideración todos los autores y todas las obras, que han sido y serán analizados… no solo las primeras figuras o las obras destacadas. Siempre han considerado la ciencia como una actividad social y, gracias a su trabajo, podemos volver a asentir hoy sin duda en que España ha tenido relevante papel en las ciencias de la naturaleza y en la matemática práctica, sin perder sin embargo el interés por la teórica, estudio dificultado por la filosofía, la profesión, el poder y la iglesia. Sin duda el Renacimiento fue brillante, pero también ha sido la Ilustración. Salvador Ordóñez por su parte, siguiendo a Nicolás García Tapia, encuentra en el Siglo de Oro “una política tecnológica, con todos los elementos básicos, de lo que se entiende hoy en la ciencia moderna, por investigación, desarrollo, propiedad intelectual, y sobre todo capacidad de acogida de investigadores de toda Europa.” (p. 298) Y su opinión es semejante para el período ilustrado.


Sin duda, el consejo del santanderino de estudiar a fondo los autores españoles, era importante, pues como él afirmaba poco se había atendido a la historia de la ciencia. Se había sin duda aportado bastante cuando desde la Enciclopedia se había dudado de la contribución española a la cultura mundial. Las respuestas de Cavanilles, Andrés, Denina… habían sido un paso en este sentido. Las largas listas bibliográficas del santanderino también lo fueron (Ernesto y Enrique García Camarero, La polémica de la ciencia española, Madrid, Alianza Editorial, 1970). Pero su crítica de que a muy pocos gustaba ojear viejos libros, en especial si estaban en latín, era objetiva. Incluso lo eran sus caricaturas con gracia de los krausistas, formados según él en cafés, en tertulias y en sus propias cátedras, con esa docencia de difícil palabrería. Por ello la atención que él mismo dedica a la Antoniana Margarita es buena muestra del camino a seguir. Para él Gómez Pereira ha quebrantado el galenismo, inspirado en el libro de la naturaleza. También, desde un cierto racionalismo, ha preservado la filosofía frente a la teología: resistente a los clásicos, conocedor del nominalismo, incluso del averroísmo. Heredero de Juan Luis Vives, está en la dirección de los mejores filósofos españoles (el Brocense, Francisco Sánchez, Fox Morcillo, o bien Francisco Valles, Oliva Sabuco, Pedro de Valencia, Caramuel, Cardoso). Su exagerado intento de convertirlo en precedente de Descartes, en sus ideas sobre el automatismo animal y sobre las facultades del alma humana, no restan mérito alguno al esfuerzo por rescatar esos viejos mamotretos de nuestra cultura. Será precursor también Gómez Pereira en medicina, pues “se adelanta cien años a Sydenham en echar a volar la hipótesis de que la fiebre es un esfuerzo de la naturaleza para restablecer el equilibrio de la salud.” (Marcelino Menéndez Pelayo, “La ‘Antoniana Margarita’ de Gómez Pereira”, O.C., LIX, Madrid, Santander, CSIC, 1953, 277-355, p. 285) Y en fin entre los herejes, que tanto lo atraen como repugnan, no puede faltar Miguel Servet.


Es por tanto muy interesante esta aportación de historiadores y científicos acerca del pasado de la ciencia española. No es extraño el acuerdo entre historiadores de la ciencia y la filosofía en defender entre nosotros esos campos, minusvalorados respecto a la historia del arte, la pintura o la escritura. Y ayuda a entender, como señala Mandado al principio del libro, la historicidad de esos campos. Por eso es muy valiosa la aportación sobre la Antoniana Margarita (T. González Vila), Juan Tomás Porcell (J. Fernando Val-Bernal), Andrés Laguna (J. J. Fernández Teijeiro), los cirujanos, médicos y albéitares renacentistas y humanistas (F. Vázquez de Quevedo, B. Madariaga de la Campa). Y también esa reflexión sobre el valor de la ciencia española que he mencionado, en los trabajos de Salvador Ordóñez y Víctor Navarro, o sobre su decadencia en el firmado por Alberto Gomis. 


 

Por José Luis Peset
Instituto de Historia, CCHS-CSIC

 

Cómo citar este artículo / Citation: Peset, J. L. (2013). Reseña del libro "La Ciencia Española. Estudios". Asclepio, 65 (1): r003. http://asclepio.revistas.csic.es/.

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