El príncipe de las letras alemanas, una figura equiparable a lo que Shakespeare o Cervantes representan para el mundo anglosajón o el hispanoparlante, fue un gigante de las ciencias naturales. De hecho, Goethe siempre creyó que su Teoría de los colores (Zur Farbenlehre, 1810), un tratado compuesto por 1.400 páginas y que incluye una formidable historia de la óptica (“la historia de la ciencia es la ciencia misma” dejó dicho), era su obra más destacada, su mejor contribución a la humanidad (incluyendo su poesía, teatro, novela y ensayo). Frente al dogma newtoniano, frente a la óptica de los experimentos cruciales y los instrumentos, frente a la ciencia matemática y la geometría sublime del “amado de las musas”, se alza –retadora e imperecedera- la figura de Goethe a finales de la Ilustración, invocando las visiones anticipatorias, el carácter parcial de las experiencias, la mirada como teoría y la luz como máxima expresión de lo humano y lo natural (“luz, más luz” se dice que fueron sus últimas palabras). Los colores, lejos de anidar en el seno de la luz blanca antes de ser divididos tras su obediente paso por el prisma, era actos y padecimientos de la luz al entrar en contacto con la sombra, hijos de la verdad y la mentira, desde el azul al amarillo, hijos del crepúsculo que nunca dejó de observar y venerar el poeta.

Este libro tiene muchas virtudes. La primera, poner en castellano una obra a la altura de su protagonista, un texto que dialoga y conoce bien la literatura alemana sobre el personaje (lo que resulta ya hercúleo, se figurará el lector, es como escribir sobre Leonardo o Leibniz). Su autor, Javier Arnaldo, profesor de historia del arte de la UCM, lleva muchos años pescando asuntos goetheanos como el propio Goethe pescaba colores en los lagos y manantiales de Verdún, Jena o Weimar. Arnaldo ha editado la Teoría de los colores y ha publicado diversos estudios y artículos sobre Goethe, la visión y la estética del romanticismo, siendo muy probablemente su mayor estudioso en lengua española. Quienes tuvimos el privilegio de ver la exposición que comisarió en el Circulo de Bellas Artes junto con Hermann Mindelberger sobre los dibujos y paisajes de Goethe en 2008, ya disfrutamos de una edición delicada y escogida de estas piezas que algunos han tratado también como otros desde la historia de la ciencia: con cierta condescendencia, marginando al literato al extrarradio de las ciencias naturales y de la pintura. Hasta en esto Goethe está reñido con la taxonomía, reacio siempre al encasillamiento, es decir, al nicho mortuorio, al féretro. Sin embargo, Goethe está muy vivo, aparece y desaparece continuamente en nuestro imaginario: en la pintura de Turner, en la República de Weimar, en el discurso de la física cuántica, en la pintura expresionista. Dilentantismo y verdad, titula Arnaldo uno de los epígrafes; amateur, santa palabra.

Al leer estas página uno cobra conciencia de que el autor de Las afinidades electivas persiguió siempre los mismos temas, esos que nos delatan. Su pasión por el arte le llevó a la naturaleza, ésta le hizo regresar sobre el color o quizás fuera el dibujo el que le llevara a la luz, la fisiología sobre los experimentos y estos le devolvieran al paisaje. Tras su viaje a Italia (1786-‍1788) y la Revolución se volcó con sus dos grandes pasiones naturalistas, la luz y las plantas. Si todos los viajes son iniciáticos, el periplo italiano de Goethe hizo germinar o reveló sus pasiones por la vida y la imagen, por el paisaje, el arte antiguo y la physis de los griegos (“el continuo brotar”, que decían los clásicos; “ahora en Sicilia la Odisea es palabra viva”, dejó escrito el propio Goethe).

Vemos los que sabemos consta de cinco capítulos, algunos de ellos variantes de estudios ya publicados, en el catálogo de la exposición mencionada o en el volumen colectivo Goethe: naturaleza, arte verdad (2002). El primero se titula “Goethe, apologeta de la apariencia”. Arranca con la fascinación que ejerció sobre el Nobel de química Wilhelm Ostwald (1909) y en el pintor de los caballos azules, Franz Marc. Son brillantes las páginas dedicadas a las nubes mensajeras y la elasticidad del aire, expresión de la respiración telúrica, ese devenir del cielo en el que palpita la sístole y la diástole eterna del mundo. Aparecen Humboldt y la Geografía de las plantas, pero también Novalis, Constable y hasta Camarupa, una diosa india del deseo. Como Goethe, Arnaldo se deja asombrar y nos transmite ese asombro por fuentes heterogéneas. Pasamos de la meteorología de Luke Howard a la antroposofía de Rudolf Steiner en un abrir y cerrar de ojos, esos dos movimientos del alma para acercarse y recrear los fenómenos que nos rodean.

El capítulo segundo está dedicado al “Círculo cromático. El color como teoría”, donde se explica con detalle en que consistió su revuelta antinewtoniana, las conocidas tesis de Goethe sobre los colores, el ojo, la luz y la vista, el más alto de los sentidos, pues era activo como el tacto (desde la antigüedad el gusto, el olfato e incluso el oído eran pasivos) pero a diferencia de aquel prescindía del contacto, se depuraba de la materia, pertenecía al espíritu. El oído es mudo y la boca sorda, pero “el ojo percibe y habla”, el “hijo” o “criatura de la luz”, el órgano gestáltico por naturaleza, participa de lo que ve. El círculo cromático es la idea de un protofenómeno o urfenómeno –nos dice Arnaldo ligando el asunto a la planta primordial (la urpflanze), la base de metamorfosis de las plantas. Despliega luego el influjo de Moritz, los vínculos con Schiller y la rosa de los temperamentos, los esquemas de Paul Klee y el impacto de sus tesis sobre Purkinje, a quien debemos el nombre de las células que tan bellamente dibujó nuestro Cajal. Entre las perlas que el reseñista subraya destaca el aforismo de Lichtenberg,: “hay dos formas de investigar: con sangre fría o con sangre caliente”. Goethe perteneció al segundo grupo. También Arnaldo, que se pasea por los colores aparentes, los juegos de naipes, los maravillosos dibujos, aguadas y carboncillos del pequeño libro de viaje, esos tesoros que legó como testimonio de su pasión íntima y su recreo admirativo por montañas, jardines y nubes. ¿Más perlas?: “Soñamos para no dejar de ver”, una de esas recetas que encierra un programa de vida; “una hipótesis falsa es mejor que ninguna”, otra que bien debería figurar en la agenda de cualquier investigador.

“La mirada como metamorfosis” es el capítulo tercero. En él se abunda en la polarización y la intensificación, el arte apodémica del joven Goethe, el impacto que le causó el Laooconte, la dilatación y la contracción como doble movimiento de las plantas y de todos los seres que respiran. Frente a la taxonomía Goethe levanta la unidad orgánica y la vulnerabilidad de lo visible. “Sólo se alcanza a ver lo que ya se sabe y entiende”. Impactan y nos hieren, en efecto, esos jardines de Weimar, las orillas del Ilm, donde renace en su forma arcaizante el clasicismo que contempló en Sicilia. Nos sigue llamando ese claro de luna que resuena de manera instantánea en la sonata de Beethoven. ¿En el principio era el verbo? No para nuestro genio polifacético.

El capítulo cuarto se encabeza “La autobiografía como paisaje. 22 dibujos de 1810”, variante de un estudio ya publicado, imprescindible en este libro. Se cuenta aquí cómo el dibujo del paisaje se erigió en autobiografía del poeta y cómo se entregó a la virtud y la tarea de la visión. Sus lemas fueron dividir lo unido y unir lo dividido, acercarse y alejarse, la superstición y la ironía (la lupa y el prisma). El quinto aborda los primeros escritos de Goethe sobre el color “antes de la Farbenlehre”, la experiencia iniciática de 1792 cuando dejó caer unas piezas de loza en un río y al descender tuvo su aperçu, el momento en que declaró demolida la óptica newtoniana, aquel “vetusto castillo que, levantado por el constructor con precipitación juvenil, tuvo que ser ampliado y reacondicionado gradualmente por él de acuerdo con las necesidades de la época y las circunstancias”. Efectivamente, la historia de la ciencia es una continua fuga. Aquí aparece El experimento como mediador entre el objeto y el sujeto, su escrito en el que, contra las tuercas y los tornillos que horrorizaban a Fausto, eleva al hombre como la máquina perfecta para el conocimiento. Una física venérea –apunta Arnaldo- y no marciana, podríamos apostillar con media sonrisa. El último capítulo es “El paisaje como imagen”, dedicado a explorar la formación de Goethe como artista, su relación terapéutica con el dibujo y también con ciertas pinceladas sobre la historiografía de estos asuntos, así las destacados trabajos de Federmann, Münz o Femmel.

Solo por contemplar la vista del atardecer en la costa palermitana junto a Posillipo, no lejos de la cripta que la leyenda atribuye a Virgilio, merecería la pena que los lectores de historia de la ciencia se acercaran a este libro, magnífico y muy personal, como lo es el círculo de Fernando Guerrero, Juan Barja, Félix Duque, Fernando Bouza, Elena Hernández Sandoica y otros ilustres de lo que podría llamarse el círculo Abada (que no es cromático aunque sí armonioso y que no está en Jena sino en el barrio de las letras), el sello que nos regala otra de sus muy cuidadas y luminosas ediciones. Esperemos por otra parte que los historiadores del arte y de la literatura se aproximen a la historia de la ciencia, una disciplina que, como no podía ser de otra manera, también se ha ocupado y con renovado interés del último hombre universal.