Con este título paradójico, que aparentemente reúne en el mismo enunciado dos conceptos pertenecientes a campos contradictorios -la creencia y la razón; lo sobrenatural y lo natural; lo imaginado y lo ocurrido; lo falso e improbable y lo veraz y demostrable-, se abre en realidad un libro de historia. Una historia que se ocupa además de una actividad precisa y particular, como es el conocimiento y la actividad científica.

En su primera línea, el autor declara ser “un historiador de la ciencia fascinado por las imágenes” (p. 11). Si bien la fascinación puede ser una razón habitualmente esgrimida entre las motivaciones de los y las científicas para la observación de los hechos naturales y humanos, no deja de ser una característica también unida a otro ámbito; el del hechizo, la magia o el encantamiento, que no se quiere ver tan comprometido en el trabajo de la ciencia. Tampoco siempre las imágenes se ven asociadas al pensamiento abstracto, la razón lineal y la expresión mediante el lenguaje más o menos elevado o técnico, que se consideran los propios de la identidad científica, porque aquellas resultan ambiguas y poco estables. En nuestro mundo, los fantasmas, los espectros y las imágenes se alinean mejor con el arte, la literatura y las narrativas; concretamente los cuentos. Estamos acostumbrados a pensarlos, verlos y sentirlos viviendo en mansiones, castillos, jardines y viejos palacios, pero no tanto en laboratorios, aulas, paraninfos o gabinetes de estudio.

Así que ya desde el primer momento la lectura se impone como un asunto atractivo, chocante que, en suma, promete ser muy original. Y en efecto, estamos ante un libro que contiene un relato (en realidad muchos relatos) de gran fuerza literaria. Fantasmas de la ciencia española nos ofrece, entre otras cosas, una reunión de historias, en las que a partir de algunas imágenes de mapas, ángeles, esqueletos, plantas, fósiles, microscopios y animales disecados, emergen sujetos, personajes apasionantes, lugares exóticos y perdidos, viejos palacios y museos, viajes increíbles, que han sido enterrados por el tiempo y en el espacio, y que configuran todos ellos una historia desacostumbrada, inquietante y a la vez perfectamente reconocible de la historia de la ciencia española. Juan Pimentel nos presenta una historia fragmentaria, pero con significativas continuidades; soterrada y hecha surgir de la excavación de sus ruinas; poblada de realidades espectrales que reclaman el reconocimiento de sus existencias para poder abandonar este mundo y dejarnos con paz y libres para el futuro.

La visión del pasado de nuestra ciencia que se quiere ofrecer en este libro (que significativamente se inicia con una frase de Walter Benjamin) parte de la “iluminación” de varios casos escogidos a través de imágenes, pero que sea discontinua no quiere decir que no tenga estructura, bien al contrario, se sostiene una tesis y se produce un relato. No se pretende presentar un manual, sino una colección de episodios y estampas que juntas configuran una imagen del pasado y que siguen todas ellas un hilo argumental, fuerte y continuo, aunque a primera vista pueda estar soterrado y parecer algo enmarañado. Esta línea argumental es explicada en la introducción del libro. La idea central es el carácter espectral o la naturaleza fantasmal de las prácticas científicas en el seno de la cultura española; a esto se une la consciencia de la propia naturaleza fantasmal de las imágenes.

Aunque el planteamiento pueda resultar llamativo en principio, forma parte de una corriente de estudios en teoría cultural de gran actualidad, el “giro espectral”. Los estudios espectrales rastrean sujetos y objetos del pasado invisibles o invisibilizados. De alguna manera todos los estudios del pasado serían espectrales, porque los seres de que se ocupan, todos, han desaparecido y es con las huellas que han dejado, más o menos ocultas, con las que los historiadores construyen sus “historias”. La historia excava estas ruinas, tratando de sacar a la luz lo que está enterrado; mucho de lo cual atormenta, acecha o persigue nuestro presente.

La naturaleza ambigua de los fantasmas, entre la vida y la muerte, entre lo material y lo espiritual, y su éxito literario, dependen de su relación con el mundo de los vivos. Esta es la que los mantiene atrapados entre un mundo y el otro. Los fantasmas acechan e incluso atormentan por varias causas, fundamentalmente porque están descontentos o desesperados con la que fue su vida corpórea, pero también porque no fueron bien honrados al ocurrir su muerte. Reclaman las exequias, el reconocimiento o el amor que no se les dio en vida, y piden ofrendas, ritos o atención -a veces venganza- para calmarse y poder seguir tranquilos su evolución, para poder continuar su transcurrir en el otro mundo.

Popularizados por el espiritismo y su extensión, los “dotados” o “médiums” son aquellos que, incluso de forma innata, sienten o perciben extrasensorialmente los vestigios o signos fantasmales. Se comunican con los espectros, los interpretan y les ayudan a resolver sus problemas, a limpiar sus culpas y a seguir así su camino.

La pregunta obligada aquí es ¿por qué nos acechan estos fantasmas de nuestra historia en el presente?, la respuesta es porque no se han incorporado debidamente a nuestra memoria, porque no se les hizo en su momento el ritual que merecían y les era, a ellos y a nosotros para separarnos de ellos, necesario; porque este olvido produjo un trauma o dejó una herida no curada. Que la cuestión no está zanjada resulta claro cuando se mantiene vigente la duda sobre si hay, y ha habido alguna vez, ciencia en España. Es la misma pregunta que se hace sobre la existencia de los fantasmas. Juan Pimentel desempeña aquí el papel de empático, clarividente “dotado” que desentraña la pervivencia fantasmal de nuestra ciencia. Su respuesta, su propuesta, es “entender la ciencia como una actividad fantasmal en el contexto de la cultura española. No es que no haya habido ciencia, sino que está infrarrepresentada, falta de reconocimiento. Su rastro en el pasado es intermitente, evanescente, en una palabra, fantasmal” (p. 13).

La historia de nuestros fantasmas se desarrolla en ocho visiones. La primera de ellas es “Espectro y avistamiento del Mar del Sur. Balboa, Ponquiaco y lo que ocultan los mapas” (pp. 22-‍49). El tema de este capítulo podría ser el fantasma, o la quimera, del oro; o también el mapa fantasma y el Padrón Real. El asunto que se nos narra es el primer relato del avistamiento por Núñez de Balboa del Océano Pacífico y la intervención en él de un invisibilizado cacique indígena, Ponquiaco. Se plantea cómo fue el oro el que estuvo siempre en el centro de la búsqueda de territorios nuevos y en sus mapas, y cómo la consideración del nuevo mar o lago (el lago español) avistado estaba determinada por los conceptos y viejas imágenes sobre si el istmo era un continente unido a la India o uno nuevo. Compara estas ideas con una carta portulana que, siendo de tecnología medieval, se usó para representar el nuevo descubrimiento y finalmente relaciona la ciencia secreta de los mapas con la desaparición de los documentos de Balboa, de sus propios restos y su ocultación en el relato final, del mismo modo que él hiciera con los indígenas que le guiaron.

“Naturalezas de otro mundo. Imágenes de las Indias Nuevas” (pp. 50-‍95) desarrolla un asunto importante que tiene que ver con la representación en imágenes de cosas nuevas y que incluso no se han visto personalmente. Las imágenes que nos lo traen a la memoria son, en primer lugar, una de las ilustraciones realizadas en el contexto de las Relaciones Geográficas, la encuesta informativa sobre las realidades naturales y humanas de las posesiones americanas de Carlos V, emprendida según el cuestionario redactado por López de Velasco en 1577. Como en el primer capítulo, aquí la presencia física y cultural de los indígenas americanos aparece resaltada en el análisis de una de las conocidas como pinturas de la Nueva España, un mapa de la población de Macuilxóchitl, en la provincia de Oaxaca, que es interpretado como una representación del espacio y la cosmovisión mexica e incluso de la historia local, dibujada por un para nosotros anónimo autor que a su través nos muestra la memoria perdida de su pueblo.

Esta pintura hace de espejo oscuro para otras representaciones de la naturaleza americana, asimismo debidas a indígenas, pero también mediadas, o mejor ventrilocuadas (p. 70), por la visión europea, a través de otro gran recopilador de imágenes y conocimientos de la naturaleza americana, el protomédico general de las Indias, Francisco Hernández, a quien Felipe II envió a la Nueva España con el encargo de ver y recoger los recursos naturales y humanos con utilidad para su reino y gobierno. Seguramente la expedición y la monumental información traída hasta el Escorial por éste sea una de las obras más grandiosas de nuestra ciencia; pero también es, casi seguro, la más fantasmal. La expedición de Hernández (1570-‍1577) “bien merecería el título póstumo de la expedición fantasma por antonomasia de la ciencia española: la que inauguró unas formas de descubrimiento y desvelamiento, pero también de ocultamiento y desaparición” (p. 53). Juan Pimentel adjudica a Hernández el título de santo patrón de los espectros de la ciencia española, y con toda razón, si seguimos el relato sobre su método de observar, trasladar y reproducir las formas de las plantas y los animales vistos directamente, pero representados a través del conocimiento indígena. Representémonos la exposición de estas pinturas con todos sus colores y sus nombres nahualts en la biblioteca del rey, que debía configurar una especie de Atlas Mnemosyne avant la lettre; la no publicación, sin embargo, de sus 16 libros sobre la naturaleza americana y sus particulares ediciones póstumas; la pérdida o la ocultación de los dibujos en El Escorial, a la par que la difusión europea de sus hallazgos, para darnos cuenta de su invisibilidad. Una obra de un porte sobrehumano, que, como en una maldición, no se consigue concluir, que no recibe el reconocimiento debido, a pesar de ser un tesoro, que se deja perder entre incendios y negligencias; es decir, un fantasma que deja vislumbrar lo que debió haber sido en vida.

En el capítulo siguiente, “La mirada del ángel. El atlas del microscopista y la cultura del desengaño” (pp. 96-‍137), pasamos a la presencia de otro tipo de ser sobrenatural, el ángel, de naturaleza ambigua como el fantasma, pero cuya relación con los humanos es muy distinta. Aquí se le ve acompañado y contrastado (como es la estructura habitual de exposición en los distintos capítulos) por otra imagen, también relacionada con la muerte, como los fantasmas, pero que asociamos con la mortalidad humana, no con la eternidad angélica: el esqueleto. Dos cuadros de Vanitas de un pintor del siglo XVII, Antonio de Pereda y las láminas de un grabador anatomista, Crisóstomo Martínez, sirven al autor en este caso, acompañados por una enorme erudición (que atraviesa todo el libro). Siguiendo argumentos sutiles y algo alambicados, como corresponde al análisis de la cultura del barroco, persigue las relaciones entre la mirada de los ángeles y el incipiente microscopio, entre la melancolía y el desengaño del barroco y su visión de la anatomía microscópica, en búsqueda de una unión entre la visión del cuerpo individual y el contrato social de la persona y su final en la muerte y la resurrección.

La contigüidad del capítulo con el anterior se debe a un criterio cronológico, que apoya la estructura de la obra, pero es el siguiente, “La flora imaginaria. Mutis y la botánica ilustrada” (pp. 139-‍181), el que, por su contenido, y a pesar de que las fechas los separan, enlaza mejor con el que se ocupaba de las imágenes de las Indias; y no solo porque trate de las plantas americanas, sino porque los paralelos y la continuidad entre el sabio y activo Hernández y el emprendedor y naturalista en Nueva Granada, José Celestino Mutis, son evidentes. Juan Pimentel pone en relación la magna flora de Nueva Granada, cuyas espectaculares láminas fueron hechas por pintores colombianos y ecuatorianos, pero traída a España en 1816, poco antes de la Independencia, con la obra de Hernández, en cuanto que quedaron inconclusas y escondidas. Ambas son un tesoro oculto y disputado. La monarquía ilustrada vio en las plantas del trópico el nuevo oro americano y en consecuencia invirtió una enorme cantidad de recursos para conocer y representar esa riqueza. La cuestión es que ese lujo, que solo podían permitirse los reyes, no fue finalmente ni siquiera expuesto. La Flora de Bogotá permaneció inédita, y por lo tanto invisible; el tesoro quedó oculto en el Jardín Botánico de Madrid y no fue rescatado hasta más de un siglo y medio después. Su edición empezó en 1954 y en 2019 se han publicado 39 de los 56 volúmenes. La narración de la vida secreta de esta “flora de papel” (al igual que las vicisitudes de su creador, Mutis) es, de por sí, un relato con materia novelesca suficiente para convertirse en un best-seller. Aparte de contar la apasionante historia de la flora de Mutis como tesoro patrimonial, Juan Pimentel dedica una parte de su análisis a su significado como alegoría de la patria, y para ello se sirve de dos plantas de forma e historia singular, la pasionaria y la caldasia. Las láminas de la flora de Mutis, en su excepcional calidad e incluso en su exceso formal, llevan la impronta del lujo, de lo extraordinario; son un tesoro y, como tal, un patrimonio con el que Colombia ha querido significar la Ilustración de su nacimiento como nación y España reivindicar su colonialismo como algo más que evangelización y expolio de oro.

Las imágenes de la nación, las identidades creadas a través del conocimiento del terreno, la naturaleza y sus habitantes, es otro de los asuntos presentes transversalmente en los ensayos de este libro. Pimentel vuelve a uno de sus recursos preferidos, los mapas, en el siguiente capítulo: “Figuras de la nación y del tiempo. Los mapas de España y algunos fósiles peninsulares” (pp. 183-‍233), con el que estas viñetas, que emergen como fogonazos de luz que van iluminando en cada caso un objeto, un momento o un personaje, entran ya en el siglo XIX. Resulta bastante incontestable la importancia de los mapas para la formación de una cultura nacional. En 1800 todavía no había un mapa de España. A esas alturas, España, “si se miraba a sí misma […], se sentía como esos vampiros o espíritus fantasmales que no encuentran reflejada su imagen en el espejo” (p. 184). O, utilizando otra imagen también muy sugerente, era un “país por rellenar” (p. 191). La historia de cómo se produjo este relleno de nuevo es una sucesión de fracasos parciales, proyectos fallidos y hermosísimas realizaciones, como la construcción del Real Observatorio Astronómico de Madrid (otro de nuestros fantasmas preferidos). Incluso en una historia árida, como pueden ser las protagonizadas por ingenieros, emergen aquí personalidades y objetos, importantes y atractivos, como la ingente tarea del ingeniero militar Carlos Ibáñez e Ibáñez de Ibero, inventor del “aparato de Ibáñez” entre otros muchos logros. Pero, si necesario era tener bien triangulado el territorio nacional, no menos importante era saber que había por dentro-debajo de esa tierra. La importancia de la geología y los ingenieros de minas no solo para el desarrollo económico de la patria, sino más profundamente aún para saber si en esos interiores estaban las causas de sus males, sirven también al autor para revelarnos la belleza de otros fantasmas: los fósiles, las “piedras figuradas”, las “medallas de la creación” (p. 215), enterradas y ahora desvelando las verdades subterráneas de un pasado remoto, que cambiaba radicalmente la imagen de la nación.

Si se trata de ciencia española, es evidente que tiene que aparecer Cajal y, en efecto, hay un capítulo en el que es protagonista: “Una lección de anatomía. Cajal, el regeneracionismo y la ciencia perdida” (pp. 235-‍289). Tal vez, su justificada preeminencia y su continua aparición en los relatos como héroe y salvador del honor nacional en el campo científico, podría llevar a discutir que se le trate como un fantasma. Sin embargo, la falta, aún al día de hoy, de un espacio dedicado a la reunión de su legado, su conservación y su exposición pública es una realidad. “Cajal no descansa en el lugar que merece […] El fantasma de Cajal sigue reclamando un espacio físico y simbólico más digno, aunque también sigue emitiendo señales luminosas desde el pasado, como las apariciones o las luciérnagas” (p. 240). El ensayo de Pimentel se ocupa del carácter artístico de las fotografías y los dibujos de Cajal, inseparables de sus descubrimientos científicos, y así se analizan sus dibujos de las neuronas en relación con el uso de la lente microscópica. Más allá de esto, el objeto son dos retratos fotográficos. El autorretrato en su laboratorio y la famosa foto de Alfonso, Clase de disección, de 1915 (que se ha tomado también como la imagen de portada del libro). Entre varias líneas de interpretación que se enmarcan en la evidente relación de este retrato grupal con las famosas lecciones de anatomía de la pintura holandesa del siglo XVII, se arriesga una argumentación algo más comprometida, al señalar cómo la figura del supuesto cadáver que está en primer plano de la foto, en una supuesta mesa de disección, es en realidad un no muerto. Esta imagen puede servir como trasunto del fantasma de la ciencia española: casi muerta, pero que es posible de revivir, como la obra de Cajal y de los otros científicos que la Junta para Ampliación de Estudios apoyó e impulsó casi consiguió en las primeras décadas del siglo XX.

El siglo XX, sus continuidades a pesar de la tremenda ruptura de la guerra civil y la desolación de la postguerra, vienen a continuación y, significativamente, protagonizado su cuadro o escena en este libro por dos mujeres: “Mujeres que observan. Ciencia, arte y género en las dos Españas” (pp. 291-‍341). Las dos figuras son muy diferentes (siguiendo la estructura dicotómica que se aprecia a lo largo de los capítulos del libro). Una es Maruja Mallo, una artista de espíritu libre, exiliada y relativamente conocida. La otra es Piedad de la Cierva, científica, miembro del Opus Dei, bien conectada con el sistema político de la dictadura y bastante desconocida. Al interpretar los distintos proyectos artísticos que jalonan la trayectoria de Mallo, vuelven a aparecer los ángeles y los esqueletos en sus primeras obras, La verbena (1927) y Antro de fósiles (1930). La argumentación gira en torno al carácter surrealista o no de la creación de Maruja Mallo, frente a la influencia de cierta matemática u orden numérico en sus obras últimas. Por otro lado, la conciencia de la artista como propagandista de sí misma es puesta en contraste con las circunstancias de la investigadora de la Cierva, su relegación debida al género y al medio ideológico-político del nacional-catolicismo, que opacaron sus aportaciones importantes en el campo de la química y la creación de instrumentos y cristales ópticos. Los impedimentos para conseguir una cátedra universitaria, el trabajo en un centro militar -el Laboratorio y Taller de Investigación del Estado Mayor de la Armada, donde fabricaba muy buenos prismáticos-, sus viajes al extranjero, antes de la guerra como pensionada de la JAE, pero también después, en 1949, no dejan de ser sorprendentes. Como lo es también que una mujer que dedicó todo su esfuerzo a buscar el vidrio óptico más puro y limpio, y lo consiguió, en esta búsqueda -también espiritual- se empeñara en pasar desapercibida; es decir, en lograr su propia transparencia (p. 335).

Avanzando en esta reflexión sobre la ciencia y el arte, no podía haber mejor colofón que la historia del edificio del Museo del Prado, del que en 2019 se conmemoró el bicentenario de su creación. Este evento sirve al autor para recordar que los actos y los lugares de memoria lo son a la vez de olvido, y para traer hasta nosotros otro fantasma egregio, el del caballero de Guayaquil Pedro Franco Dávila, dueño de uno de los mejores gabinetes de historia natural de Europa, del que no ha quedado ni una sola imagen, aunque sí muchos materiales y colecciones, que estuvieron destinados precisamente a ser ubicados en el edificio ideado por Villanueva para alojar el Real Gabinete de Historia Natural. La conversión del inicial museo de ciencia en pinacoteca, y la posterior “nacionalización” del Prado, es expuesta como un correlato de la construcción de una identidad nacional en la que la ciencia fue abandonada por el arte: “la nación se proyectaba sobre los lienzos y no sobre los microscopios” (p. 354). Este último capítulo: “Naturalia en la pinacoteca. Una exposición en el Museo del Prado” (pp. 343-‍385) se dedica a una exposición del artista Miguel Ángel Blanco, celebrada en 2013, titulada Historias Naturales, y en la cual introdujo en el Prado elementos y materiales de la naturaleza (muchos de ellos procedentes del Museo de Ciencias Naturales), que eran puestos en diálogo con varias de las pinturas emblemáticas del museo. La evocación fantasmal del gabinete que no fue, la extrañeza e incluso el susto de ver un toro disecado mirando al toro blanco del Rapto de Europa de Rubens, o la sombra del esqueleto de un delfín proyectándose amenazadoramente sobre la estatua de Venus en la instalación titulada “Un leviatán engulle a una diosa”, nos acecha o al menos nos inquieta, como algo que no está ni totalmente ausente ni del todo presente.

En este ensayo final, como en los que le preceden, aparecen rastros de ideas y de otros trabajos anteriores de Juan Pimentel, que desde hace tiempo viene reflexionando, con la perspectiva de la historia cultural de la ciencia, sobre algunos de los hechos, los objetos, las imágenes que en este libro han tomado amplitud. Algunos de estos trabajos ya habían sido publicados antes fragmentariamente por el autor. También algunos de ellos se inspiran -y se reconoce ampliamente esta inspiración- en las investigaciones de otros autores. El trabajo con mapas de Pimentel, conjuntamente con Sandra Sáenz-López, para la exposición Cartografías de lo desconocido: mapas de la Biblioteca Nacional (2017), está en la base del primer capítulo y en otros. La tesis y el libro posterior de José Ramón Marcaida, Arte y ciencia en el Barroco español (2014), como otras publicaciones de José Pardo Tomás, están muy presentes en el capítulo dos, pero en realidad por todo el libro. El artículo de Nuria Valverde sobre Crisóstomo Martínez inspira en parte el capítulo tres. Antonio Lafuente, Francisco Pelayo, Leoncio López-Ocón, Ana Romero y otros muchos historiadores de la ciencia, colegas cercanos, aparecen no solamente citados, sino configurando un diálogo fluido. Así pues, este libro forma parte de una comunidad en que el autor es reconocido sin ambages. La erudición que muestra, la inmensa lista de obras que aparecen en él referidas, nos indican que estamos ante un investigador solvente e importante. Un historiador que no ahorra trabajo; ni en la búsqueda de material, ni en la lectura de la bibliografía ni, lo que es a la postre más relevante, en la reflexión, el contraste y el aporte de nuevas ideas.

Además, y desde otro punto de vista, la obra pertenece a un proyecto intelectual propio, en el que partiendo del estudio de las expediciones y los viajes ilustrados, y tras dedicar muchos años y varios libros a uno de los más grandes, y también espectral, exploradores europeos, Alejandro Malaspina, ha ido fijándose en los últimos tiempos en los objetos, o mejor dicho, en los especímenes; en la materialidad y la representación de los propios elementos de la naturaleza, como sujetos de la historia (El Rinoceronte y el Megaterio: Un ensayo de morfología histórica, 2010; The Rhinoceros and the Megatherium: An Essay in Natural History, 2017). Estas dos líneas están en Fantasmas de la ciencia española, pero además este último también participa de un concepto de la historia del conocimiento científico que se aborda como un hecho social y que se observa teniendo en cuenta que forma parte inseparable de la cultura. Otro libro de Juan Pimentel, de hace ya algunos años, estaba dedicado al análisis de la imbricación de la ciencia con los viajes y la literatura (Testigos del mundo. Ciencia, literatura y viajes, 2003). Este que acabo de terminar examina con enorme profundidad las relaciones entre cultura visual, arte y ciencia. No solo lo recomiendo como lectura de historia de la ciencia, sino como lectura a secas. Y me atrevería a proponer un título alternativo para él: La belleza de la ciencia española.