La alquimia es una disciplina que florece en el Egipto grecorromano de los primeros siglos de nuestra era. Aunque no exclusivamente, aparece íntimamente ligada a la figura de Hermes Trismegisto, unión sincrética del dios griego Hermes y del egipcio Toth que da lugar a la corriente conocida como hermetismo. Uno de sus principales objetivos es la crisopea o fabricación del oro, para cuya consecución se necesita la famosa piedra filosofal, propósito al que se han dedicado incontables figuras a lo largo de su dilatada historia. De las múltiples cuestiones que tiene que afrontar el estudioso de la alquimia en el ámbito académico, merece la pena subrayar dos: por una parte, la alquimia, junto a la astrología y la magia, es habitualmente clasificada bajo el término «ciencias ocultas», una etiqueta problemática, en tanto que, a menudo, ha sido considerada como la antítesis de las «ciencias racionales» o «empíricas». Por otra parte, el siglo xvii —época en la que se centra el autor del volumen reseñado— supone un punto de inflexión para la alquimia: en este siglo, el considerado como arte hermético por excelencia, vive su separación de la química, entendida esta como la disciplina que es hoy. Así, delimitar la frontera entre química y alquimia es una tarea por momentos ardua y que no ha estado exenta de polémica.

A estas consideraciones se añade el caso concreto de Isaac Newton (1643-‍1727): desde que en 1936 John Maynard Keynes adquiriese los manuscritos alquímicos de Newton —si bien ya había habido precedentes en el estudio de Newton y la alquimia, como señala el autor del volumen que nos ocupa (p. 2)— los estudiosos de su figura han tenido que lidiar con la aparente desconexión entre la imagen del físico por excelencia de la Revolución científica, epítome de lo racional, y del alquimista, asociada a lo místico, lo esotérico y lo irracional.

William Newman, especialista en la materia, y consciente de los problemas tanto del estudio de la alquimia como del papel que Isaac Newton desempeña en esta, ha publicado un volumen que está llamado a convertirse en un referente para toda aquella persona interesada en la relación de Newton con la búsqueda de la piedra filosofal, pero también, de manera más general, en la historia de la química. Así, a lo largo de veintidós capítulos y cuatro apéndices, Newman se ha valido de un riguroso análisis textual de las anotaciones de Newton, de sus fuentes, de sus colaboradores contemporáneos, de su biografía, de su contexto histórico y, lo que supone la novedad más llamativa, de la réplica en laboratorio de algunos de los experimentos del físico inglés para obtener una aproximación al punto en el que se hallaban sus indagaciones.

El estudio de la alquimia en el contexto académico supone una tarea ardua, no solo por los prejuicios que se tienen sobre ella en tanto que es considerada como algo de poco valor o propio de la charlatanería —algo contra lo que algunos autores se han pronunciado en los últimos años, como Lawrence M. Principe, colaborador habitual de Newman, en su «Alchemy Restored», Isis 102/2, pp. 305-‍312 (2011)—, sino también por el hecho de que descifrar los textos alquímicos entraña una gran dificultad, ya que las recetas alquímicas suelen estar sepultadas bajo una maraña de variados procedimientos destinados a la encriptación de los procesos químicos, como el uso de alegorías o el recurso a referencias a la mitología clásica como manera de encriptar estos procesos, siempre con el objetivo de que no caigan en malas manos. Newton no era ajeno a estas cuestiones, y es por ello por lo que resulta tremendamente útil la inclusión de un capítulo propedéutico titulado «Symbols and Conventions» (pp. xi-xviii) en el que Newman se ocupa de este asunto, y lista una serie de símbolos alquímicos, su significado y, en ocasiones, el significado específico que tenía para Newton. Por poner un ejemplo, Newton usaba el símbolo habitualmente asociado al vitriolo en su época. Pero el «vitriolo» en la química del siglo xvii solía referirse a un sulfato, mientras que para el físico inglés se refiere a varias sales metálicas cristalinas, especialmente aquellas con sabor metálico. Este capítulo se complementa a la perfección con el segundo, titulado «Problems of Authority and Language in Newton’s Chymistry» (pp. 20-‍67), donde Newman profundiza en lo señalado más arriba sobre el lenguaje deliberadamente oscuro de los alquimistas y la interpretación que Newton hacía de este.

Más allá del análisis textual y de la recreación de los experimentos de Newton —valiosos en sí mismos— hay una cuestión fundamental que, en opinión del autor de esta reseña, Newman cubre con maestría: situar a Newton en el contexto histórico de la alquimia de su época. Esta cuestión no es baladí, ya que también arroja luz sobre lo que supone la alquimia en la Edad Moderna. En relación con esto, cabe destacar el primer capítulo, «The Enigma of Newton’s Alchemy» (pp. 1-‍19), donde Newman recoge estudios y comentarios anteriores sobre esta cuestión. Destaca, por supuesto, la valoración que hizo John Maynard Keynes, que consideraba a Newton como «el último de los magos» y veía sus prácticas alquímicas como algo «desprovisto de valor científico» (p. 3). En última instancia, y como señalaba al comienzo de esta reseña, este pensamiento es heredero de la Ilustración, que catalogó a las ciencias ocultas como irracionales y vinculadas a la charlatanería. Autores posteriores, herederos del pensamiento de Keynes, han querido ver las prácticas alquímicas de Newton como algo desligado de su producción científica más conocida y, en general, de los avances científicos de su época: como recoge Newman, Betty Jo Dobbs sostiene que, para Newton, la alquimia tenía un trasfondo religioso; para Richard Westfall, las pretensiones alquímicas de Newton suponían una rebelión contra el racionalismo cartesiano; finalmente, el recientemente fallecido David Castillejo lleva estos argumentos más allá: según Castillejo, toda la producción científica de Newton —incluyendo su teoría de la gravedad— formaría parte de un proyecto alquímico unitario (pp. 2-‍8). Contra esto, Newman argumenta, correctamente en mi opinión, que no puede plantearse una dicotomía férrea entre alquimia y química, al igual que tampoco puede hacerse entre ciencias ocultas y ciencias racionales, ya que, en el siglo xvii, la distinción es difusa, y ambas categorías operan en una relación de reciprocidad. En este sentido, quisiera destacar el hecho de que el autor haya decidido utilizar el vocablo «chymistry» para referirse a la alquimia del siglo xvii: este término, que el autor ya ha propuesto en el pasado (véase Newman, W. R. & Principe, L. M. [1998]. «Alchemy vs Chemistry: The Etymological Origins of a Historiographic Mistake», Early Science and Medicine 3/1, 32-‍36), se utiliza para subrayar el hecho de que, en esta época, la alquimia y la química aún están distinguiéndose la una de la otra y, por tanto, vamos a encontrar una relación de reciprocidad entre ambas disciplinas.

En esta misma línea trabaja Newman con la distinción entre las creencias religiosas de Newton y sus prácticas alquímicas. Es necesario mencionar que la alquimia tiene una vertiente espiritual: ya Zósimo de Panópolis (fl. ss iii-iv d.C.), en sus escritos sobre alquimia, combina una serie de recetas «técnicas» con preceptos próximos a diversas creencias religiosas, como el propio hermetismo. Igualmente, en siglos posteriores, encontramos varios autores que mezclan las prácticas alquímicas con sus creencias cristianas. Sin embargo, parece que Newton, aunque creía en la transmutación de los metales en oro, despojaba a las prácticas alquímicas de buena parte de su trasfondo religioso. Así, conviene separar las creencias religiosas de Newton (principalmente, su antitrinitarismo) de sus prácticas alquímicas, algo que Newman lleva a cabo en el capítulo 3, «Religion, Ancient Wisdom and Newton’s Alchemy» (pp. 68-‍87), donde señala que las claves interpretativas que Newton aplicaba a los textos bíblicos difieren de aquellas aplicadas a los textos religiosos. Para Newton, su lado experimental era mucho más relevante y para nada «acientífico», como se ha querido ver habitualmente. Prueba de ello es que otros contemporáneos de Newton como John Locke, Robert Boyle o Gottfried Leibniz también se interesaron por la crisopea (pp. 5-‍6). Pero el hecho de que Newton no integrase la alquimia en sus creencias religiosas no quiere decir que no se entregase al objetivo común de los alquimistas: la búsqueda de la piedra filosofal, como practicante de esta «chymistry» mencionada más arriba. Así, vemos a Newton siguiendo los preceptos del que, en esta época, es el arte hermético por excelencia, y codificando sus textos de la misma manera que lo hacen sus fuentes. Por ejemplo, Newton trataba de conseguir el «caduceo de Mercurio», esto es, la vara con las dos serpientes entrelazadas: las serpientes serían un vitriolo volátil compuesto de sales de cobre y hierro sublimadas con compuestos de antimonio, mientras que la vara sería un material complejo que contenía plomo, estaño y bismuto (p. 291). La función de este «caduceo» sería la de un disolvente para los metales que los redujese a sus componentes básicos, algo que acercaría más a la crisopea al físico inglés.

Los seis primeros capítulos son, en mi opinión, los que suscitan mayor interés, ya que suponen las bases sobre las que se fundamenta el resto de la obra: a los ya comentados tres primeros capítulos, hemos de sumar el capítulo 4, «Early Modern Alchemical Theory» (pp. 87-‍110)», que pone la alquimia de Newton en su contexto histórico y el capítulo 5, «The Young Thaumaturge» (pp. 111-‍136), de contenido biográfico. De especial relevancia resulta el capítulo 6 («Optics and Matter: Newton, Boyle and Scholastic Mixture Theory», pp. 137-‍158), que es continuado en los capítulos 20 («Public and Private», pp. 465-‍482), 21 («The Ghost of Sendivogius», pp. 483-‍512) y 22 («A Final Interlude» pp. 513-‍527), ya que se ocupa de la influencia de la alquimia en las teorías científicas de Newton más conocidas. Newman desliza el foco de la relación entre la alquimia y la teoría de la gravedad (como se ha querido ver en el pasado), a la parcial dependencia de su teoría de la óptica con ciertos aspectos de sus prácticas alquímicas. El nexo entre estas dos facetas de su producción científica se halla en el azufre, pues Newton creía que, a mayor concentración de azufre en un cuerpo mayor era su capacidad para refractar la luz (p. 447).

En el resto de capítulos podemos encontrar aproximaciones a los tratados alquímicos de Newton, a sus influencias y colaboradores, un análisis detallado de sus cuadernos de laboratorio y la interpretación de algunas de las alegorías más relevantes usadas por el científico.

Por hacer una crítica a un libro por lo demás excelente, convendría señalar que los pasajes que se ocupan de la parte más técnica de los experimentos de Newton resultan por momentos arduos de seguir, y se echa en falta una voluntad un poco más recapitulativa por parte del autor. Con todo, soy consciente de la dificultad que entraña reflejar estos experimentos.

Para concluir, considero que, para los lectores de Asclepio, este volumen será especialmente interesante, ya que demuestra cómo en la historia de la ciencia, las categorías a menudo no están cerradas —en este caso, los binomios ciencias empíricas/ciencias ocultas y química/alquimia—, sino que funcionan como vasos comunicantes cuyas fronteras son líquidas.