He preguntado algunas veces a colegas italianos cómo se mantenía tan alto el nivel de muchos universitarios en el vecino país, siempre me han dicho que gracias a un buen bachiller de alta calidad preservado en Italia. Desde luego, los estudiantes e investigadores que nos llegan de allá, confirman bien esta respuesta. Sin duda el bachiller es un tramo esencial en la formación de la personalidad, de las inquietudes e intereses, pero también en la educación tanto en humanidades como en ciencias. No es por tanto extraño que se atribuya a Max Aub –escritor de tan largos destierros- haber afirmado que se pertenece al lugar en que se cursan esos años, y tuvimos así la suerte de que se considerara también valenciano. El primer tercio del pasado siglo fue época de rica cultura, esa cultura que se consideró argéntea, y en esa riqueza tuvieron mucho que aportar maestros y profesores. Eran los años de María Montessori, quien tuvo la generosidad de venir por España en su dilatado exilio.

Hace poco moría el director de cine José Luis Cuerda, autor de La lengua de las mariposas, sobre texto que enriquece de Manuel Rivas y Rafael Azcona. Nos mostraba bien en esa película el papel esencial de los profesores bien formados en los primeros pasos de la enseñanza. Consigue el maestro interesar a los alumnos, con una enseñanza práctica y abierta a la naturaleza y a los valores racionales y morales. Sin embargo, la brutalidad de la guerra y la dictadura acabó con esa calidad docente. Lo más triste de ese dolor heredado es que no conseguimos recuperar –salvo más o menos en los primeros años de la Transición democrática- ese espíritu de colaboración que permitió el acuerdo de políticos y sabios de diversa tendencia. Pensar en que se sentaron en la misma mesa Ramón y Cajal y Menéndez y Pelayo en la Junta para Ampliación de Estudios puede proporcionarnos alguna esperanza en futuras mejoras, hoy tan inciertas. Acuerdos amplios de las fuerzas dirigentes permitieron logros importantes y duraderos en el pasado, como fueron las reformas de los ministros Claudio Moyano y Eduardo Callejo, por cierto ambos conservadores.

Para conmemorar ese periodo se edita este libro que comento, con motivo de la exposición Ciencia e innovación en las aulas. Centenario del Instituto-Escuela (1918-‍1936), que tuvo lugar en el Museo Nacional de Ciencias Naturales del Consejo Superior de Investigaciones Científicas en el otoño de 2018. Se ha querido así recordar la notable labor del Instituto-Escuela, resaltando el papel de la ciencia en la formación secundaria y en los métodos modernos y rigurosos de enseñanza; ensayando a la vez la reforma pedagógica y formando al profesorado. Propuesto por la JAE, empezó de forma provisional en el Instituto Internacional, contando luego con dos sedes en las zonas de Retiro e Hipódromo, que se convirtieron en la postguerra en los institutos Isabel la Católica y Ramiro de Maeztu. La dirección se encomendó a la JAE a través de su secretario Castillejo y quiso ser un laboratorio pedagógico, pensado para extenderse a los institutos españoles. Los creadores de aquella institución no solo quisieron apoyar la ciencia española, tan necesitada de muletas, también mejorar la educación e incluso la industria, como ha mostrado Francisco Villacorta Baños (La regeneración técnica, Madrid, CSIC, 2012).

Lejos de la lección magistral y el aprendizaje pasivo, se benefició el Instituto-Escuela de las becas de la JAE para sus docentes, que se dirigieron a países con moderna enseñanza. Los profesores podían practicar la docencia y la investigación, con la colaboración del alumnado, participando en los laboratorios de la JAE. El plan de los estudios no era rígido, tenía tres secciones, preparatorio de bachillerato (de 8 a 10 años, con dirección de María de Maeztu, con tres cursos), bachillerato (de 11 a 17 años y seis cursos, en quinto con opción de ciencias o letras) y también se añadieron párvulos. Se dedicaron más horas, buenos laboratorios, se estudiaban ciencias, letras y artes, se contaba con excelente biblioteca y se practicaba deporte. Eran frecuentes otras actividades, visitas a museos o fábricas, intercambios con estudiantes europeos, excursiones fuera y dentro de España... Con alumnos y alumnas en el mismo número, estuvieron separados hasta la República. Se creía en el diálogo entre profesor y alumnos, la enseñanza activa, el razonamiento y la experimentación. Ajenos a los exámenes, se practicaba la evaluación continua, aparece la figura de profesor-tutor, y se desarrolla el influjo por medio de la sociedad de excursiones, la biblioteca circulante, la exposición de trabajos, los equipos deportivos, coros y fiestas. No se extiende a otros lugares el modelo, tal como se planeaba, por la dictadura y luego por la penuria de la República, si bien esta crea otros en Barcelona, Valencia, Málaga y Sevilla.

En el libro que comento hay tres modos de enfoque, según los diversos autores. Unos se ocupan de las instituciones, otros de los personajes, en fin algunos de los métodos e instrumentos. Así Alejandro Tiana y Gabriela Ossenbach recorren el panorama de la educación en el primer tercio del siglo XX, el anterior a la guerra civil, mostrándonos la influencia que tuvo la Junta para Ampliación de Estudios. Álvaro Ribagorda remonta el origen del Instituto Escuela a los grupos de Niños en la Residencia de Estudiantes, alrededor de 1915. Leoncio López-Ocón muestra el camino seguido por el ministro Alba en su colaboración con Castillejo, en un marco político y económico propicio para nuevas ideas. El edificio en Retiro es obra del arquitecto Javier de Luque, su puesta en pie se presenta por Francisco Javier Rodríguez Méndez, así como la de las obras de la sede de Hipódromo en que participan Carlos Arniches y Martín Domínguez. Los otros Institutos que se crearon son presentados por Salvador Domènech, Alejandro Mayordomo y Carlos Algora, en esa extensión en el primer bienio republicano, en manos de ministros de varias tendencias.

Son estudiados los profesores -esenciales en la obra del Instituto-Escuela- por José Damián López Martínez y Mª. Ángeles Delgado Martínez; los alumnos por Leticia Cabañas Agrela y María Poveda Sanz. Sin duda es interesante este análisis de los aspectos educativos, así como de la coeducación. Los muchos logros de estos maestros y estudiantes, se acompañan de las duras penas de la represión y el exilio que llegaron luego en muchas ocasiones. Las mujeres tuvieron papel semejante, siendo notable su contribución a la cultura y la ciencia. Y, en fin, en un tercer sentido, en el estudio de métodos de enseñanza, Carmen Masip y Santos Casado subrayan la importancia del aprendizaje de las ciencias y el método científico, fomentando tanto el espíritu crítico como la relación con la naturaleza. Santiago Aragón, Carmen López San Segundo y Javier Frutos Esteban señalan la importancia de los dispositivos visuales en la formación en historia natural y agricultura. Encarnación Martínez Alfaro muestra la riqueza de la biblioteca, tanto en terrenos de letras como de ciencias. Analiza Mario Pedrazuela también la importancia otorgada a las lenguas y la literatura, no solo la castellana, como legado de Francisco Giner y los institucionistas.

Se enmarca este trabajo en la herencia del proyecto “Ciencia y Educación en los Institutos Madrileños de Enseñanza Secundaria, 1837-‍1936” (CEIMES), que entre 2008 y 2012 logró la recuperación de los patrimonios educativos de los centros madrileños más antiguos, Isabel la Católica, San Isidro y Cardenal Cisneros. La recuperación del patrimonio por Encarnación Martínez Alfaro y Carmen Masip Hidalgo en el Instituto Isabel la Católica fue muy notable, así pueden Alfonso Martín Guallar, Lucía López Bisquert y Enrique Arjona Gallego mostrar la utilización actual del patrimonio histórico (archivo, biblioteca, laboratorios). El salvamento de este tesoro y el estudio de los personajes e instituciones que estuvieron detrás muestran bien la importancia que la ciencia tenía en nuestra enseñanza. No solo hubo buen conocimiento y docencia adecuada de la ciencia, también una participación activa en su adelanto. Es evidente el interés que siempre se tuvo por parte de esos centros y esas personas, expresando bien que la ciencia española ha estado siempre viva.

Víctor Navarro afirmaba con gracia que todos los historiadores de la ciencia somos aquí “menendezpelayistas”. Y yo sugerí también que si la ciencia española no existía, era preciso inventarla. Pero aparte de las bromas, la ciencia española ha estado siempre presente en nuestra sociedad, aulas, hospitales, institutos, escuelas, ejército, laboratorios, tecnologías… Muy distintas son las dificultades que siempre ha tenido el saber científico en una sociedad que primaba otros intereses –algunos de ostentosa y brillante importancia, como los artísticos- y que tenía serios prejuicios contra novedades científicas. En las duras “polémicas de la ciencia española” en torno a Menéndez Pelayo se evidenció bien cómo el terrible poder absoluto permitía algunas artes (escritura, pintura, música) y tecnologías (náutica, medicina, agricultura), pero el pensamiento crítico y novedoso fue con frecuencia maltratado. Las duras reacciones contra el heliocentrismo o el evolucionismo –por otro lado, no exclusivas de estas tierras- muestran bien el difícil camino de los científicos en aulas y laboratorios. Y las penalidades que siguieron a la época que aquí se trata, exilio, depuración, aislamiento, incluso muerte, permiten comprender por qué muchos hemos dedicado nuestra vida a homenajear a esos sabios que contaron con poca ayuda y con serios problemas. Este libro y la exposición que lo acompañó siguen también este camino.